El miércoles 3 de diciembre, el conferencista colombo-japonés Yokoi Kenji llegó a Guayaquil como parte de una invitación de TCL para un encuentro exclusivo con prensa, líderes del deporte, representantes del mundo empresarial, autoridades y figuras del entretenimiento.

En este espacio, el reconocido motivador internacional ofreció una conferencia magistral centrada en los pilares que han marcado su trayectoria: la disciplina e integridad, el liderazgo y el propósito de vida, el emprendimiento, el desarrollo personal y, en especial, el choque y la sinergia cultural entre Japón y América Latina.

Kenji, conocido en la comunidad hispanohablante por su habilidad para unir la rigurosidad japonesa con la pasión y adaptabilidad latina, abordó el concepto del Furinkazan, el lema de guerra que significa “Viento, Bosque, Fuego, Montaña”, popularizado por el estandarte del daimio Takeda Shingen durante el período Sengoku. A partir de esta idea, desarrolló una reflexión profunda sobre carácter, equilibrio y evolución personal.

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Durante su intervención, relató cómo su vida ha sido un puente entre dos mundos opuestos. Hijo de padre japonés y madre colombiana, inició explicando que en Japón un regaño puede destruir a alguien por completo, mientras que en América Latina un regaño es casi un estímulo cotidiano. El contraste emocional entre ambas culturas atravesó gran parte de su relato, acompañado siempre de humor, ironía y una honestidad que provocó risas y silencios de profunda reflexión.

Al hablar del trabajo, explicó que en la cultura japonesa la labor lo define todo: identidad, honor, estabilidad y sentido de vida. Tanto así que la idea de renunciar es vista como una tragedia personal. En contraste, dijo, el latino tiene una relación mucho más flexible y emocional con el empleo. “No me tiene que echar, yo me voy solito”, comentó entre risas. Sin embargo, su propósito no fue ridiculizar ni idealizar a ninguna de las dos culturas, sino demostrar que cada una contiene una virtud que la otra necesita: la disciplina extrema y la espontaneidad vital.

La familia apareció en su discurso como el verdadero eje de madurez. Confesó que fue la paternidad la que terminó de definirlo como adulto y que la crianza le enseñó que la grandeza está en servir, no en recibir elogios. Subrayó que “la alegría instalada en el latino” es un privilegio emocional invaluable, una herramienta de resiliencia que no debe perderse a pesar de las pérdidas y fracasos que la vida inevitablemente trae.

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Kenji también abordó un concepto que llamó “la tecnología emocional de la paz”. Afirmó que Japón, tras siglos de errores, guerras y destrucción, desarrolló una capacidad extraordinaria para controlar impulsos y leer el ambiente antes de tomar decisiones. “Un país desarrollado no se mide por sus carreteras, sino por el nivel cognitivo de sus ciudadanos”, afirmó. En ese punto contrastó la reacción japonesa: pausar, respirar, tomar té; con la reacción latina, mucho más explosiva y repleta de adrenalina. Con humor señaló que cuando en América Latina el ambiente se calienta, “nos da alegría”. Y que luego, por supuesto, llega la vergüenza del escándalo.

Uno de los pasajes más emotivos llegó cuando relató la historia de un ladrón que irrumpe en la casa de un monje y figura emblemática en Japón, quien en lugar de oponer resistencia, le entrega su kimono, queda desnudo y luego mira la luna lamentando no poder regalársela también. Kenji admitió que de niño esa historia lo enfurecía. Pero con los años comprendió que no se trataba de pasividad, sino de desprendimiento, de libertad interior ante la violencia o el abuso.

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Relató también la historia más conocida del monje: cuando una joven lo acusó falsamente de dejarla embarazada. El pueblo entero lo golpeó, lo humilló y, al nacer el niño, se lo entregó para que lo criara como “su bastardo”. Este solo respondía: “Soy algodón, así son las cosas”. Cuidó al bebé un año entero hasta que la joven confesó la verdad. Cuando la familia llegó a pedir perdón y recuperar al niño, el monje lo entregó con un beso en la frente y la misma frase serena: “Soy algodón, así son las cosas”. Para Kenji, esa historia era incomprensible. Pero sostuvo que esa paz, que no se deja poseer por el odio, es una de las formas más avanzadas de inteligencia humana.

A partir de ese relato habló de la importancia del perdón como mecanismo de libertad personal. Explicó el caso de una mujer que, aunque vivía con su esposo, cargaba simbólicamente con “cinco hombres más”: los recuerdos de quienes la lastimaron en el pasado. Dormía temprano, pero amanecía agotada porque convivía con sus agresores en su mente. “No hay cama para tanta gente”, dijo. Perdonar, insistió, no libera al agresor, sino a la víctima, que ya no tiene que cargar con ellos cada día.

Kenji reconoció la situación compleja que vive Ecuador, un país que enfrenta índices altos de violencia y desafíos de seguridad. Aseguró que es necesario cuidarse, protegerse y combatir el crimen con determinación, pero sin renunciar a la paz interior. “De pelear ya sabemos”, comentó con franqueza. “El verdadero desafío es dominar la paz que sobrepasa todo entendimiento”.

Hacia el final, entre risas, confesó que su esposa le decía que tenía “dos modos”: el japonés que agacha la cabeza y acepta todo, y el colombiano que explota ante el engaño. “¿Bipolar? No. Colombo-japonés”, bromeó. Y precisamente de esa mezcla surgía su mensaje final: aprender a mantener el equilibrio entre la ingenuidad y la furia, entre la rigidez y el caos.

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Con un agradecimiento al público ecuatoriano y a la familia TCL, Kenji cerró invocando el Furinkazan: ser como el viento que avanza, el bosque que permanece, el fuego que transforma y la montaña que permanece firme. “No tengo más nada que decir. Muchas gracias”, finalizó. (E)