El Diablo mira a la cámara. Está consciente de su triunfo y lo disfruta: “Vanidad, definitivamente mi pecado favorito”.

Es un Diablo con nombre de poeta: Milton. Satanás es el abogado más desalmado de todos los abogados, disfrazado en la piel de un humano e interpretado por Al Pacino, en un papel en que su monólogo sobre Dios y la posibilidad de un mundo de marionetas manejadas desde una perspectiva omnisciente es un punto culminante de la película El Abogado del Diablo.

Es una escena que ha vuelto a mi memoria tras ver la última temporada de la serie El Chapo, una coproducción entre Netflix y Univisión que busca retratar la vida del famoso capo mexicano de las drogas y hurgar —con dosis de drama ficcionado, por supuesto— en la historia de un campesino que se negó a ser una cifra más de las estadísticas mexicanas. Que decidió que él no podía ser parte de esos seres anónimos que nacen, se casan y mueren como otro campesino más, y que en lugar de ello se tenía que convertir en el heredero sangriento de Pablo Escobar en las leyendas de los capos más capos de la historia del narcotráfico.

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Por supuesto que a Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, que fue extraditado a los Estados Unidos en 2017, lo hundió en su vida un montón de decisiones entrecruzadas en un laberinto de balas y poder. Pero ese tema de la vanidad, de esa sensación de dominio máximo lleno de adrenalina que debe dar ese poder, es uno de los aciertos en la narrativa de la serie.

Al Chapo, con ese aire de ser escurridizo, de convertir —con vocación de minero, el lugar más insólito en un laberinto de producción de drogas o en su pasadizo al escape desde una prisión— la vanidad lo hacía perder el equilibrio de un hombre de negocios acostumbrado a la cuerda floja.

La de Netflix es una historia narrada en términos de vanidades in crescendo. No le bastaba con dominar su estado, Sinaloa, en medio de la podredumbre de las autoridades mexicanas, abiertas al juego del maletín para ser ciegos, sordos y mudos. Luego de su expansión en las rutas mexicanas hacia los Estados Unidos, a Guzmán no le bastaba con consolidar su imperio a través de un canciller que negociaba con la mafia rusa, tailandesa o malaya para tener nuevos destinos en donde su droga pudiera distribuirse.

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No, El Chapo, interpretado por el actor mexicano Marco de la O, tenía que plantearse la audacia de ser libre en medio de su cárcel. “Ya no debemos escondernos”, le dice confiado de sus nexos con el poder a su principal socio en un momento de la tercera y última temporada de la serie, en la que siempre está presente la denuncia del escabroso negociado entre el narco y los políticos y su potencial encubrimiento, por etapas de conveniencia, a la figura de Guzmán.

Hay otro momento del relato en el que ese deseo de fulguración lo retrata, orgulloso, de aparecer en la lista de los multimillonarios de la revista Forbes, distinción por la que decide personalizar una pistola Colt con incrustaciones de oro y diamantes con la leyenda Billionaire 701 (el número en la lista).

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Son detalles de una serie que muestra el trabajo del periodista colombiano Gerardo Reyes, director de la unidad de Investigación de Univisión y asesor de la historia. Un relato que engloba algunos lugares comunes del mundo narco, en el que las historias de los excesos de una vida en perenne tuteo con la muerte son carta usual en la búsqueda de las nuevas audiencias del mundo streaming y las tradicionales de la televisión.

¿Para qué tanto dinero, tanto poder, si el destino es solo el de esconderse? El Chapo, tal vez, pensó en una respuesta: la de ser leyenda. Fue su respuesta y su perdición. (E)