El zurdo apareció por derecha en el área, ya estaba a tiro de gol, pero acaso un poco tapado y con su perfil menos hábil; entonces, en plena velocidad de crucero, pisó la bola hacia atrás, a lo sudamericana, con bellísimo estilo, el célebre Billy Wright pasó de largo (todavía está pasando…), la acomodó para la izquierda y sacó un balazo a media altura que estremeció la red.

Un Pulitzer de la pelota. Al relator inglés, no habituado a ver maniobras tan deliciosas, se le escapó un espontáneo “¡Uuuuuuhhh…!”. Era Ferenc Puskás estampando su firma en Wembley. Fue en una fecha que quedó en los anales de este juego: 25 de noviembre de 1953. Por primera vez, los inventores del fútbol, considerados invencibles en casa, perdían en su mítico estadio.

Hungría lo vapuleó 6 a 3. Y el marcador no refleja la magnitud de la exhibición (puede verse completa en YouTube). Inglaterra entera quedó deslumbrada por el juego fascinante y letal de los Magiares Mágicos, y especialmente por la calidad del número 10. Nunca se había visto en las islas británicas un talento así.

“Creíamos ser los maestros y ellos los alumnos, pero fue al revés”, contó Bobby Robson, el gentleman del fútbol. Con frescos 20 años, Bobby fue aquella tarde uno de los 105.000 espectadores que salieron del estadio creyendo haber presenciado algo sobrenatural.

Entonces no había televisación y nadie podía creer lo que había visto. El fútbol inglés vivía en una burbuja, pensando que, por ser los pioneros, eran quienes mejor lo jugaban. Ese día comprobaron que estaban muy lejos. Fue rotulado, para siempre, el Partido del Siglo.

“Nunca habíamos visto ese estilo de juego. No conocíamos a ninguno de los húngaros, ni siquiera sabíamos de Puskás. Todos esos jugadores fantásticos parecían venir de Marte”, amplió Robson. Era una especie de Barcelona de Guardiola, pero seis décadas antes. Inglaterra, que practicaba un juego físico, lineal, mecanizado y de escasa técnica, se topó frente a una compañía de artistas.

Todo era toque, pelota al ras, gambetas, frenos, enganches. Solo habían transcurrido 42 segundos cuando Nandor Hidegkuti probó desde fuera del área y la incrustó en un ángulo alto del arquero Gil Merrick: 1-0. Los hinchas ingleses en las tribunas pensaron seguramente que se trataba de un accidente. Sin embargo, lo que vino fue un ballet a cargo de esos fenómenos que respondían a nombres curiosos y bonitos como Ferenc Puskás, Zoltan Czibor, Sandor Kocsis, Jozsef Boszik, Laszlo Budai, Jeno Buszanski, Mihaly Lantos, József Zakarias, Guyla Lorant… El mundo se acostumbraría a pronunciarlos, pues la prensa internacional propaló profusamente la hazaña y competiría enseguida en darle motes como los Magiares Poderosos, el Equipo Dorado, los Dioses del Danubio...

El 6 a 3 en verdad fue muy corto. Hungría remató 35 veces al arco frente a 5 disparos ingleses. La catástrofe pudo ser mayor. “Eran tan superiores a nosotros que no pudimos contenerlos… Fue como jugar frente a extraterrestres”, reconoció Syd Owen, centrocampista inglés que jugó en el partido revancha (que volvieron a ganar los húngaros, esta vez 7 a 1).

Electrocables Barraza

Aquella función celestial significó un impacto mundial. Revolucionó el pensamiento del esquemático fútbol europeo: había una nueva forma de jugar a base de esquives, amagues y pases cortos que resultaba graciosa e incontenible. Y el duro fútbol británico, de corrida, centro y cabezazo entendió que en verdad estaba en la antípoda de aquellos movimientos preciosistas.

Esa máquina de hacer fútbol estaba liderada por el genial Ferenc Puskás, un Messi del pasado (en verdad tienen una similitud notable). Luego, los Magiares Mágicos cayeron ante Alemania en la final del Mundial 54 y la oscura sombra del régimen prosoviético, que primero los usó como bandera, se cernió sobre ellos, varios se vieron forzados al exilio. Puskás escapó en 1956 y fue juzgado y sentenciado como “traidor a la patria” por el gobierno comunista.

Prometió no volver nunca al terruño, pero la Hungría verdadera lo amaba. Y décadas después lo demostró, erigiéndolo en el máximo héroe civil de la nación. El estadio nacional se llama Puskás Arena, una estatua lo recuerda en una plaza de Budapest, una calle lleva su nombre. A su muerte en 2006 recibió funerales de Estado, se llevó su féretro a la Plaza de los Héroes y su tumba está en la catedral de San Esteban, donde reposan los próceres nacionales. Nadie le dio más orgullo y visibilidad a Hungría y el pueblo se lo reconoce. Porque la gloria no tiene fecha de caducidad, jamás muere.

A la distancia palpamos una polémica ecuatoriana, acerca del intento de negación del inolvidable triunfo de Barcelona sobre Estudiantes en La Plata en 1971. Meterse en discusiones ajenas no es aconsejable, pero si le piden a uno su opinión no es problema darla. Aquello de Barcelona en las viejas semifinales de Copa Libertadores (compuestas por tres equipos) resultó un batacazo increíble. Estudiantes era un cuadro casi invencible.

Impuso una táctica revolucionaria para la época, entrenaba en doble turno y concentraba días antes de los partidos, algo que entonces no se acostumbraba; tenía patentadas jugadas de pelota parada y muchas cuestiones de preparación que los demás equipos aún no habían descubierto. Era triple campeón de América vigente y estaba por llegar a su cuarta final consecutiva. E iba invicto en su cancha. Ya había tumbado a todos los grandes de la época: Independiente (campeón de Copa en 1972-73, 74 y 75), al gran Peñarol tricampeón y a Nacional, que se coronaría ese 1971, a Palmeiras, al Racing de Perfumo y Basile ganador de 1967, a River, al poderoso Universitario de Chumpitaz, Percy Rojas, Roberto Chale… A Millonarios y Deportivo Cali. Todos cayeron en la telaraña impuesta por Osvaldo Zubeldía y en los botines mágicos de la Bruja Verón.

Electrocables Barraza

Ecuador era en esos tiempos uno de los benjamines de Sudamérica. Estaba apenas por encima de Venezuela, cerca de Bolivia -aunque la Verde ya era campeona de América- y muy por debajo de los demás vecinos. Por eso aquel triunfo barcelonista fue un suceso.

Eran épocas en que los ecuatorianos marcaban un gol y no podían sostenerlo. Se les iban encima y los superaban. El gol de Basurko, aguantado durante media hora frente a la presión estudiantil, fue una proeza. Y así lo entendieron el hincha y la prensa. Independiente del Valle derrotó a Boca en la Bombonera 45 años después, pero con el fútbol ecuatoriano ya evolucionado. Para esa fecha ya Liga de Quito era campeón de la Libertadores, Barcelona había sido dos veces finalista, ya Ecuador había clasificado a dos mundiales, no era un Pulgarcito en América, por eso la victoria torera tiene triple mérito.

Los éxitos del presente no empañan ni sepultan los del pasado. Al contrario, se basan en aquellos.

Electrocables Barraza

Uruguay sigue celebrando el título olímpico de 1924, una epopeya para todos los tiempos. ¿O los veinteañeros uruguayos van a ningunear esa conquista…? ¿Y si Ecuador hubiese sido campeón del mundo en 1950…? ¿No valía…? ¿No lo recordaría porque es viejo…?

Demeritar la Hazaña de La Plata es una estulticia mayúscula. La gente salió espontáneamente a las calles y fue una de las alegrías colectivas más grandes de la historia deportiva y social del Ecuador. ¿Quién salió a la calle cuando Independiente del Valle le ganó a Boca…? (O)