En 1930, cuando ningún país se atrevía a organizar un Mundial de fútbol, Uruguay levantó la mano y dijo: “Yo”. Le cabe el mérito eterno de haberse atrevido a poner en marcha esta fascinante historia.
Era un paisito de 1′875.000 habitantes. Pero en 1934 se negó a participar, “porque (rechazaban) el régimen fascista que se va a aprovechar de la competición”, adujo en un comunicado.
Había otros motivos velados: fue en represalia porque Italia no había asistido cuatro años antes a Montevideo y porque —esto no lo dijo— la brillante Generación Olímpica estaba mustia y temía no estar a la altura. Fue el único de los 22 campeones que no acudió al siguiente a defender su título.
En pleno auge del fascismo impuesto por el dictador Benito Mussolini, Italia buscaba retomar el esplendor del Imperio romano y le interesaba trascender, figurar, promocionar su régimen y marcar un liderazgo político a nivel universal.
Por ello, entre muchos otros tópicos, solicitó y obtuvo la organización de la segunda Copa del Mundo, una herramienta fantástica para dicho propósito.
Suecia se había postulado también, pero se bajó del tren en el congreso anterior a la elección. Mussolini llevaba más de una década en el poder y buscaba prestigio internacional y legitimidad interna para el fascismo.
La prensa de la época refiere presiones terribles del Duce a los jugadores italianos y que el Mundial era “ganar o morir”.
Pero, según Massimo Tecca, magnífico periodista italiano, no fue así: “Se esparció la idea de que ganar era imperativo, pero no hubo amenazas”. En cambio, el periodismo extranjero de entonces hizo hincapié en los arbitrajes, muy favorables a Italia, especialmente en partidos clave contra España y Checoslovaquia.
Existen testimonios y documentos que sugieren presiones políticas a árbitros, aunque no siempre hay pruebas directas concluyentes. Mussolini asistió a varios partidos y dejó claro que ganar era una cuestión de Estado. El régimen invirtió mucho dinero en estadios, organización y propaganda. El torneo quedó rodeado de sospechas.

A diferencia de Uruguay, que presentó una sola sede, Italia designó ocho grandes ciudades para apenas 17 partidos: Roma, Milán, Turín, Nápoles, Bolonia, Florencia, Génova y Trieste.
Mejoró carreteras y preparó estadios importantes para la época. Quería impresionar. Se construyó el estadio Benito Mussolini en Turín (hoy Grande Torino), planificado para 66.000 espectadores. Y la final se escenificó en el coliseo Partido Nacional Fascista de Roma.
Acudieron por primera vez 16 equipos, los que estipulaba el reglamento hasta entonces: doce europeos, por primera vez un africano (Egipto), Estados Unidos y finalmente Argentina y Brasil. Sudamérica era el mejor fútbol del mundo, pero participó totalmente disminuido.
Uruguay, la máxima potencia de la época, daba un paso al costado. Brasil estaba enfrascado en un enfrentamiento entre Río de Janeiro y São Paulo esto generó que viajara con un equipo de Río y apenas cuatro del São Paulo FC. Viajó doce días en barco, cayó ante España 3-1 y volvió a casa.
Argentina acudió con un equipo amateur y de provincias, perdió 3-2 contra Suecia en el debut y también pegó la vuelta enseguida.

Por única vez en la historia se jugó con un sistema totalmente eliminatorio, sin grupos: comenzó con los octavos de final y siguió con los cuartos, la semifinal y la final.
Ganando cuatro partidos se era campeón. Italia se coronó por primera vez, pero jugando cinco, pues tuvo que afrontar un desempate con España, el cual nueve décadas después sigue siendo polémico.
Fueron dos guerras. Según libros y medios de la época, Italia apeló a un juego excesivamente brusco.
El primer choque (nunca tan gráfico el término) fue llamado la ‘batalla de Florencia’, terminó empate a 1 y tuvieron que jugar un desempate apenas 24 horas después, pues aún no existía la definición por penales y porque no se podía correr la programación.
Con un agregado dramático: la refriega dejó siete jugadores españoles y cuatro italianos lesionados, entre ellos el célebre Ricardo Zamora, el Divino, considerado el mejor arquero el mundo con diferencia.
Zamora sufrió un choque desleal de Schiavio, que le fracturó dos costillas, excesivamente brusco. Once titulares del primer partido, maltrechos, no pudieron protagonizar el segundo.

En la revancha se impuso Italia 1-0 con un gol de Giusseppe Meazza tras la falta del argentino Atilio Demaría al arquero suplente Bosch. Fue todo un escándalo. Los jueces de los dos partidos, el belga Louis Baert y el francés René Mercet fueron expulsados de por vida, de sus federaciones y de la FIFA.
Tres días después, Italia venció 1-0 con gol del Indio Guaita, otro argentino proveniente de Estudiantes. Y en la final le ganó 2-1 a Checoslovaquia.
Perdía 1-0 hasta faltando nueve minutos y la desesperación en el estadio de Roma era total, pero Mumo Orsi, otro gaucho, el gran puntero de Independiente y la Juventus, marcó el empate y mandó el partido al alargue. Allí Schiavio señaló la victoria.
También debe decirse: Italia era un equipo fuerte con un técnico excepcional como Vittorio Pozzo. Ya había ganado en 1930 la Copa Internacional de Europa Central, en la cual intervenían las cinco selecciones más fuertes de Europa (exceptuando a Inglaterra, que permanecía encerrada en su arrogancia y estaba fuera de la FIFA): Austria, Checoslovaquia, Hungría, Italia y Suiza. De modo que era una expresión relevante. No obstante, ese Mundial lo subió al podio en el que permanece hasta hoy, pese a su declinación reciente.
Al Mundial en casa le sumó el de 1938 en Francia, el título olímpico en Alemania 1936 y otra Copa Internacional de Europa central en 1938. Todas no fueron por los árbitros o por el fascismo.
Tenía fútbol, fuerza y carácter.
No obstante, sin los sudamericanos por delante, a Italia se le facilitó el camino al título del 34. Y, además, Italia se sirvió de cuatro cracks argentinos y un brasileño para la conquista del título: Orsi, Monti, Guaita y Demaría, que habían sido miembros de la selección argentina, y Guarisi, expuntero del Corinthians. Los tres primeros fueron grandes figuras del campeón.
Monti resultó el caudillo. Es el único caso de un futbolista que jugó dos mundiales con dos camisetas y dos himnos diferentes: en 1930 con Argentina y en 1934 con Italia. Era el gran capitán de San Lorenzo y la selección albiceleste.
En Montevideo recibió una carta con una amenaza de muerte para él y su madre. Y los datos que le dieron lo convencieron de que esa amenaza era cierta.
“No debí jugar, estaba como ausente en el campo, de verdad tuve miedo”, manifestó. Juan Ricardo Faccio, jugador y técnico uruguayo, nos confesó en su casa que su padre, Ricardo Faccio, fue compañero de Monti en la selección italiana, pero este nunca lo saludó ni le dirigió la palabra.
Y ambos eran mediocampistas. Monti le pasaba el balón, pero no lo miraba. Nunca más habló con un uruguayo después de aquella recibida antes de la final del 30.
“La gran vergüenza del fútbol italiano es no haberle dedicado nunca un estadio a Vittorio Pozzo. Lo consideraban un colaborador de Mussolini, una mentira. No fue fascista. Un hombre multifacético, que hizo la grandeza del fútbol italiano”, retoma Massimo Tecca. Pozzo fue el Bilardo de los primeros tiempos, pensaba en todo, estaba detrás de cada detalle, apelaba a la psicología para convencer y estimular a sus dirigidos, creaba un clima de armonía. (O)






























