“¡Uruguay, nomás…! ¡Uruguay, qué no ni no…!”

Las bombas tapaban los bocinazos, los bocinazos ahogaban los tamboriles, los tamboriles empequeñecían a las cornetas y las cornetas achicaban el griterío. Todo envuelto en miles de banderitas a rayas azules y blancas. La avenida 18 de Julio era un carnaval anticipado en el que desfilaban todos. Y un infierno acústico. No provenía de las cuerdas vocales, era un grito del alma llegado del fondo de la historia, nacido en las entrañas de un pueblo chico con espíritu de grande. Un desahogo, un alarido que estalla en la garganta y se suelta, un orgullo lanzado al viento. Era la prolongación de lo vivido momentos antes en el estadio Centenario. Uruguay, una vez más, se abrazaba con la gloria.

En el ocaso de la tarde del 10 de enero de 1981 (hoy cuarenta años exactos), Rodolfo Rodríguez, aquel arquero de presencia intimidante con su altura, su gesto fiero y sus bigotazos que brillara en Nacional y en el Santos, alzó la Copa de Oro y con él la levantó todo Uruguay. Como en el primer Sudamericano de 1916, como en los Olímpicos del ’24 y del 28, como en el Mundial del ’30 y el Maracanazo, un grito de guerra y emoción surcaba el aire: "¡Uruguay campeón…!"

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El delantero charrúa Waldemar Victorino, goleador de Liga (P) en 1987. Foto: Archivo.

La Celeste legendaria acababa de ganar la Copa de Oro, primer y único Mundialito organizado por la FIFA, un torneo especial para festejar los cincuenta años del primer Mundial de fútbol. Se invitó a los seis campeones coronados hasta ese momento: Brasil, Argentina, Italia, Alemania e Inglaterra. Y el anfitrión, desde luego. Inglaterra declinó, estaba envuelta en su peor crisis histórica: había sido eliminada de los Mundiales de 1974 y ‘78 y de las Eurocopas de 1972 y ’76. Su lugar fue ocupado por Holanda, que venía de dos subcampeonatos (’74 y ’78) y con el envión del revolucionario equipo llamado La Naranja Mecánica.

Fue realmente de oro esa copa. Todos los equipos llegaron con lo mejor y pasaron la Navidad y el Año Nuevo en Montevideo pues el torneo comenzó el 30 de diciembre. Se jugó siempre a estadio lleno; los organizadores tuvieron el tino de poner las entradas a precios accesibles (4 dólares detrás de los arcos) y venderlas por abono. Tuvo el marco y la organización de un Mundial, FIFA instó a los equipos a concurrir y se dio una reunión de talentos. Argentina, campeón vigente, llevó a Fillol, Passarella, Kempes, Maradona, Bertoni, Ardiles, Luque, Ramón Díaz. Alemania fue con Rummenigge, Magath, Kaltz, Briegel, Bonhof, Hrubesch, Schumacher, Klaus Allofs. Telé Santana alistó en Brasil a Toninho Cerezo, Sócrates, Paulo Isidoro, Junior, Tita, Batista… Enzo Bearzot, en la Italia que dieciocho meses después recibiría los laureles en España ’82, seleccionó a Cabrini, Gentile, Scirea, Tardelli, Bruno Conti, Antognoni, Altobelli…

Y Uruguay, bajo la dirección de Roque Máspoli, se quedó con el título formando un equipazo: Rodolfo Rodríguez, el Chico Moreira o Diogo (dos laterales derechos espectaculares), el Indio Olivera. Hugo De León y Daniel Martínez (el más normalito de todos); De la Peña, Krasouski y Ruben Paz; Venancio Ramos, Victorino y Cascarilla Morales. Y si las finales son una cuestión de temple, de eso sabe el futbolista oriental. Venció 2-0 a Holanda, 2-0 a Italia y, en la definición, 2-1 a Brasil. Waldemar Victorino marcó un tanto en cada partido. Como en Maracaná 1950 y como pasaría dos años después en la Copa América, Uruguay sacó pecho frente a la verdeamarilla. Por calidad y cantidad, siempre que chocan Uruguay y Brasil es cuchillo frente a revólver, pero el cuchillo lastima.

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Uruguay tuvo en los ochenta una década brillante futbolísticamente, acumuló esta Copa de Oro, dos Copa América (1983 y 1987), cuatro Libertadores a través de Nacional y Peñarol, disfrutó de Francescoli, Ruben Paz, Alzamendi, el Patito Aguilera, Fernando Morena y tantos más. No obstante, aquel final de 1980 y comienzo de 1981 no era un momento feliz en la vida de la república de Artigas; desde 1973 las fuerzas armadas gobernaban el país, aunque la presidencia era ocupada por un civil (designado por los militares, en este caso, Aparicio Méndez). Por ello, el canto que retumbaba en las tribunas era “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”. De allí que ciertos sectores quisieron desteñir la conquista confiriéndole tintes políticos, como que era un torneo “armado por los milicos para legitimarse”. Pero los generales no entran a la cancha, son los futbolistas. Ellos ganaron el título y sería ruin mezquinarles la gloria, hacerles sentir que fueron parte de un entramado perverso del que no deben enorgullecerse sino todo lo contrario, sentir vergüenza. Los futbolistas están al margen de cualquier componenda, son profesionales de la pelota, su sueño es vestir la camiseta nacional y dejan la piel para dar una alegría a su pueblo. Sería cruel pedirles que renuncien a una convocatoria para semejante acontecimiento. Es lo que sucedió en Uruguay en ese Mundialito. Además, los rivales no saben de posibles chanchullos internos del local, salen a ganar y hay que poner todo para vencerlos. Habría que preguntarles a los 80.000 uruguayos que atestaron el Centenario y se pronunciaban contra los dictadores, si preferían que sus jugadores no se presentaran o no se exigieran a fondo para lograr la corona.

Victorino (c) venció al golero brasileño Joao Leite para darle el triunfo 2-1 a Uruguay, en el Mundialito. Foto: Archivo.

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Más que olvidada, la Copa de Oro fue injustamente ninguneada. Como suele acontecer, jóvenes que no habían nacido o que no vieron la Copa reescriben la historia décadas después para contarla de acuerdo a su color político. Incluso el trofeo estuvo desaparecido durante más de treinta años, como si fuese la prueba de un delito. Pero la alegría de los tres millones cuatrocientos mil existió, fue real y genuina. Y la posibilitó, como siempre, la nobleza del jugador uruguayo, su entrega total, su indesmentible compromiso con la camiseta. Ellos arrancaron el célebre ¡Uruguay, nomás…! Metiendo pierna y sin órdenes de nadie. (O)