Nacido en los alrededores de Santa Clara de Daule, el pequeño Julio no debió de privarse de sumergirse en el balneario de agua dulce de Virgen de Lourdes, pero nunca hubo de imaginarse que, con el transcurrir de los años, se iba a convertir en un personaje popular, de aquellos que, sin ardientes discursos, se ganaría el cariño del pueblo futbolero.

Julio Espinoza Campos nació en 1926. En su niñez, no se cansó de patear la pelota de trapo en las polvorientas calles del barrio. Julio, por medio de la radio, se enteró de que existía en Guayaquil un equipo de fútbol al que lo adoraban los descamisados. Escuchó que el arquero de Barcelona, Rigoberto Pan de Dulce Aguirre, había sido capaz de atajar un penal con la frente al infalible Ramón Manco Unamuno. En el imaginario de Espinoza se agrandaba el sentimiento por la camiseta amarilla que lo enloquecía de a poco.

Cuando llegó a Guayaquil, no tardó mucho en convencerse de que Barcelona era el equipo de sus amores y comenzó a visitar el estadio George Capwell, ubicándose en la popular que da a la calle Quito, que era la destinada para los descamisados cholos, aquellos a los que les gustaba ajumarse escuchando a Julio Jaramillo. Espinoza ya identificaba a Barcelona, lo mismo que el poeta Fernando Artieda describió luego: “Barcelona se encharcó de una Guayaquil chupadora y pobretona, de esa que andaba en bus o acompañaba a pie a los sepelios de sus muertos, de la que jugaba descamisada pelota en media calle”.

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Mientras todo esto sucedía, el dauleño Espinoza Campos se había percatado de que en la bandeja popular se empezaba a escuchar un sonido armonioso y enardecedor, como si fuese una campana. Sus ondas sonoras viajaban por el aire y se encargaban de celebrar alguna cabriola del Cholo Sigifredo Chuchuca, o la bicicleta de Enrique Pajarito Cantos, o un gran rechace de Juan Zambo Benítez. La leyenda cuenta que era exactamente una campana la que acostumbraba a entusiasmar no solo a la barra amarilla, sino también a los propios jugadores, quienes interpretaban que ese arte de repicar venía de los tablados y producía una inspiración adicional en los momentos en que el equipo más lo necesitaba.

El periodista y también poeta guayaquileño Mario Chausón Valdez, en el libro de su autoría Historia del Barcelona S.C. 1925-2002, explicó sobre el particular: “No era una campana, aunque sonaba como tal. Se trataba de un triángulo metálico batido por un tubo pequeño, también de metal”.

El pequeño triángulo, posiblemente de acero, tenía en su parte superior una pequeña cadena de donde se sostenía. Le había comentado Don Victoriano Arteaga Martinetti, uno de los fundadores y expresidente del club, y confirmado por Ricardo Chacón García, que varios socios pudientes le pagaban la entrada al campanero y que un día, como apareció, desapareció. Nunca se conoció de quién se trataba, solo se sospecha de un obrero de algún taller de fundición cercana al estadio Capwell.

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Un legado reinventado

El fenómeno de ese sonido, que sin ser estridente seducía a esa masa amarilla que hervía de pasión por su equipo en las virtudes del triunfo y las excusas de las derrotas, ya no consistía en un placer primitivo, sino en una costumbre emocional. Espinoza, en su fragilidad sentimental, se convenció de que debía continuarlo y, desde su más profunda imaginación, encontró que un aro metálico de llanta podía generar un sonido peculiar.

Decidió declararse el campanero mayor de Barcelona y para ello también tomó posesión de un espacio en el recién inaugurado estadio Modelo. Lo encontró en el sector alto de la tribuna, debajo de las cabinas de transmisión por radio. Era el lugar exacto para su función. Ahí se comenzó a grabar la leyenda del Hombre de la campana, que inspiró a poetas, políticos y cancioneros a incluir el sonido del campanero mayor como signo de identidad del barcelonismo. El esmeraldeño Julio Micolta Cuero, en su poema Barcelona es esplendor, incluye en su segunda estrofa: “Hay tañidos de campanas, suena la voz consagrada de la barra, de la hinchada, de inmensas caravanas”.

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Jaime Nebot Saadi, prologando, escribió: “Si un forastero llegase a preguntar qué es Barcelona, habrá que decirle que es una emoción sin traducción, un ícono metido en el alma del pueblo, ese es el equipo de la campana”. O lo que el viejo Héctor Napolitano dice, al cantarle a Barcelona: “Para los que tienen la suerte de ponerse la amarilla, campeonar es nuestra meta, respeto a la camiseta y al golpe de la campana”.

Por casi cinco décadas, Espinoza lució con orgullo su sentimiento en un puesto de camisetas, recuerdos deportivos y revistas en la esquina de Boyacá y Vélez, y posteriormente en Chile y Aguirre. De acuerdo con doña Jacinta Aguilar, su esposo debió vender el tradicional aro de llanta, con el dolor de su alma. Y lo hizo para atenderse de una enfermedad, algo que lo lamentó hasta el día de su muerte. Según versiones, quien le compró la tradicional campana fue un colombiano que vivía en los Estados Unidos. Pagó $500.

El fallecimiento de Espinoza, considerado el hincha número uno de Barcelona, recibió en el traslado a su última morada, el 2 de julio de 2007, el adiós como él lo soñó: acompañado de una multitud de hinchas del equipo de sus amores. El ataúd con la bandera del equipo salió desde las calles Octava y Sucre. Pasó por la iglesia Jesús Obrero, en donde se ofreció una misa de cuerpo presente, hasta que a las 16:00 un vehículo del Cuerpo de Bomberos, al que también sirvió como voluntario, lo llevó hasta la puerta 6 del Cementerio General. Allí no solo llegaron expresidentes del club, exjugadores… Todos, al unísono con el pueblo que lo acompañaba, cantaban “Julio no se va, Julio no se va”.

En la memoria local

Hay eventos deportivos y otros fuera de la cancha que el hincha barcelonista nunca podrá olvidar. Lo son el triunfo sobre el gran Millonarios del Dorado colombiano en 1949; la Hazaña de la Plata con el gol del cura Juan Manuel Bazurco en 1971; cuando Wilfrido Rumbea, uno de los más importantes presidentes del Barcelona en 1953, estableció como lema del ídolo “Ayer, hoy y siempre Barcelona”; y, por supuesto, el campaneo infinito de Espinoza.

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Sin lugar a dudas, el hombre de la campana está en la lista selecta de personajes populares de Guayaquil, como bien lo enumera, entre algunos, el escritor Germán Arteta Vargas: el Dr. Juan Carbo Noboa, el astrónomo Eloy Ortega, Pedro Camposano Ramos, Chicken, CARR, Gallo Giro Hungría, Carlos Rubira Infante, el Rey de la Galleta, María sin tripa o la Pecho de Paloma, el Loco Matute, el Rey de la cantera, Eusebio Macías y también el “hombre de la campana”.

El Municipio de Guayaquil reconoció con una escultura en las calles 9 de octubre y Vélez, a Espinoza. En esa estatua posa en su banquillo de madera con el aro de llanta que lo llevó a la fama para que los peatones lo recuerden.

Ir al estadio Modelo, ver jugar al ídolo del Astillero y no escuchar el sonido del campanero Espinoza era algo parecido a lo que Eduardo Galeano repetía si un hincha apasionado no explotaba de pasión en la tribuna: “Es como bailar sin música”. (O)