Áspero y pasional, extremadamente fuerte, bordeando lo violento, con los pelos de punta en cada pelota, con la discusión brotando al final de cada acción, con roce, polémica, queja, exabrupto, trenzada, manoteo, con los nervios a mil y la historia jugando, con millones de hinchas de uno y otro bando exigiendo de atrás, empujando…

El superclásico es, quizás, el único partido en que un periodista puede arriesgarse a escribir el comentario antes de ser disputado y no fallar. Posiblemente (o seguramente) va a ser así, tal vez se juegue feo y hasta mal, sin duda la carga emocional dejará en segundo plano (o en tercero) el aspecto lúdico. Pero aburrido no será, aventuramos un grado de intensidad inédita. Y no habrá indiferentes, tampoco neutrales. Igual, no lo descartemos: no es imposible que se vea buen fútbol o al menos algunos prodigios técnicos. Ha habido clásicos y jugadores extraordinarios metidos en esa coctelera: Moreno, Pedernera, Labruna, Sívori, Maradona, Batistuta, Riquelme, tantos…

La última final a partido doble de la Libertadores trajo un regalo inesperado: Boca-River. Después de 115 años y de 246 choques, serán las dos topadas cumbre de la historia de ambos, la instancia máxima. Porque el que gane alcanzará su cénit y el que pierda deberá aguantarse la tormenta del después… Críticas, memes, burlas… Es el duelo en el que cada futbolista lleva un sello en la frente con las iniciales PP: Prohibido Perder.

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Para muchos, el mejor desenlace que podría tener una Copa Libertadores, para otros “la Final del Siglo” o “la Tercera Guerra Mundial”. La presunción parte de la pugna centenaria entre ambos bandos y, sobre todo, la manera casi patológica con que se vive el fútbol en la Argentina. Sí es un enfrentamiento que no tiene parangón. Corinthians-Palmeiras o Flamengo-Fluminense podrían producir acaso mayor lucimiento estético, pero no generan ni en sueños tanta expectativa.

Barcelona-Real Madrid enfrenta a dos ciudades, al separatismo catalán con el poder central de España; igual, no deja de ser un desafío futbolístico entre el pragmatismo blanco y el refinamiento azulgrana. Boca Juniors-River Plate es un combate con reglas de fútbol.

La tremenda rivalidad tiene origen en el nacimiento del siglo XX. Dos modestos clubes de jovencitos surgidos en el mismo barrio de inmigrantes, populoso y pobre: La Boca, arrabal obrero y portuario. Incluso nacidos lindantes uno con otro, en la Dársena Sud. Por eso el apodo de Los Primos. Ahí empezó el toreo. Luego River emigró a una zona elegante y se transformó socialmente: prosperó y pasó a ser sinónimo de clase alta, en tanto Boca siguió creciendo entre el sudor de los astilleros, las carbonerías y las cantinas.

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Eso agigantó las diferencias. Los títulos de uno atizaban al otro. La exquisitez futbolística de los Millonarios era la antípoda de la garra boquense. Y cada choque era con bayoneta calada, hasta derivar, a comienzos de los años 60, en el término superclásico. Ahora vemos que se lo endilgan al Real Madrid-Barcelona, pero es patrimonio de Los Primos desde al menos medio siglo antes, de cuando el clásico del Real era el Atlético y no el Barça.

“Está armado para que lleguen Boca y River”, acusa alguien. Preguntamos: ¿por qué entonces esperaron 59 años para armarlo…? Si Gremio aguantaba tres minutos más, la final era Boca-Gremio. No adherimos. Sí fue una Copa rebalsada de polémicas, acusaciones, denuncias, mamarrachada por tantas deficiencias organizativas, de tanto escritorio y VAR a medida. En ese marco, Boca y River pasaron todos los filtros y están ahí, definiendo. ¿Que si es justo…? Boca no ha merecido objeciones. No derrocha juego, pero pasó sin polémicas y no fue menos que ninguno de sus rivales. Tiene gran poder económico y conformó un plantel amplísimo, le sobran intérpretes, le falta mejor funcionamiento, mayor armonía entre sus músicos. Se ganó la final a pulso.

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River lideró bien su grupo, en octavos eliminó con autoridad a Racing, abrumándolo; luego recibió las caricias arbitrales ante Independiente en un momento clave en el partido de vuelta. Aunque más que caricia fue un beso apasionado del juez brasileño Daronco (ignoró un penalazo para Independiente estando 0-0 y con la obligación de expulsar al zaguero Pinola, de River). Y frente a Gremio disfrutó de un penal sobre la hora mediante el VAR. El mismo VAR que Daronco se negó a revisar, le dio a River un penal chiquitito, microscópico, que ni River reclamó. Ese fallo le posibilitó llegar a la final.

Un párrafo para Gremio: es el –todavía– campeón de América. Indigno el modo en que salió a enfrentar a River de local, con la amplia ventaja de haber vencido como visitante. Haciendo tiempo desde el minuto inicial, refugiado atrás, defendiendo con diez y tirándola arriba. Es cierto, de la consagración anterior le faltaron tres baluartes, Arthur, Luan y Kannemann; no es óbice para tan poca grandeza. Gremio, Palmeiras, Cruzeiro, Corinthians, Santos… Quieren jugar a la rioplatense (que no saben) y se olvidan de ser brasileños.

Terminan no siendo ninguna de las dos cosas y beneficiando a quienes sí manejan ese paño. En el caso de Gremio, por la admiración que le profesamos como futbolista, nos cuesta digerir al Renato Gaucho entrenador. Era un puntero valiente, atrevido, hábil, goleador, espectacular. Es irreconocible como técnico. También es verdad que los equipos brasileños están flacos de figuras, pero han perdido el estilo, siempre se puede intentar algo más que lo de este Gremio ratonero, que opacó su corona anterior. River lo atacó siempre.

La Copa volverá a manos argentinas, que sumarán su trofeo número 25, contra 18 de los brasileños y 8 de los uruguayos, 3 de colombianos y Olimpia. La tendencia a polarizarse entre brasileños y argentinos se acentuará en la medida en que los demás no reaccionen. Y no se les ve el menor atisbo, una pena. Luego se escuchan lamentos del tipo “todo está arreglado para que lleguen los mismos”. En 2016 Atlético Nacional de Medellín conformó un escuadrón y ganó la corona; nada se lo impidió. Y no tuvo precisamente los árbitros en contra.

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Que se juegue en días sábado y por la tarde tiene que ver, sin duda, con atraer el mayor público global posible. Se jugarán los dos partidos a las 20 horas de Europa. Esto obedece a una estrategia comercial: ganar más mercados, repotenciar el interés por el fútbol sudamericano y atraer nuevos patrocinadores, que sin duda redundará en mayores ingresos para la Copa y, por ende, a los clubes. Está bien. El único árbitro capacitado para tan terrible misión es Wilmar Roldán, por grado de acierto, personalidad y transparencia. Es más, debería dirigir los dos encuentros. Pero ya no estará en el primero, es posible que haya chocado contra el veto de River, cuyo poder político es indiscutible. Roldán no sancionó un penal para River en la semifinal de 2017 contra Lanús y eso puede pesar.

El presidente Mauricio Macri, posiblemente en afán conciliador, ha propuesto que ambos partidos se jueguen con público visitante, lo cual está vetado desde hace años en la Argentina para este tipo de partidos por razones de seguridad. No parece una idea maravillosa. Igual, habrá un operativo descomunal de fuerzas del orden. ¿Quién ganará…? River es un conjunto más consolidado, muy aplicado tácticamente, propone los partidos a la máxima intensidad física, tiene experiencia en los mano a mano, saca ventaja de todo, protesta todo, lleva la pierna al límite y, cuando puede lastimar ofensivamente, sabe hacerlo porque tiene gente de alta condición técnica como Pity Martínez, Juan Quintero, Santos Borré (de felicísimo momento), Exequiel Palacios, Ignacio Scocco.

Boca posee mejor plantel que juego, pero atención: está en alza. Le sobran nombres importantes por si padece una lesión o suspensión. El uruguayo Nahitán Nández y muy especialmente Wilmar Barrios (ha hecho una Copa notable, parejísima) sostienen todo el andamiaje desde el medio. Y puede llegar fácil al gol. Sebastián Villa ha sido un ventarrón de velocidad y frescura en la banda derecha y ha optimizado las posibilidades de llegada, todos los que pisan el área se benefician de su desborde. No vemos a ninguno con ventaja, desde luego los nombres influyen, pero acá juegan las camisetas. Están por encima de todo. (O)