¿Quién no ha leído El Principito?, es la pregunta que me impulsa en este artículo. ¿Debería seguirse leyendo? En la medida en que pienso y escribo me digo que este es un tema para Bernard y no para mí, dada la confesada devoción de mi caro compañero de columnas, por ese libro. Yo he sido menos afecta a él por razones que a mí misma me son oscuras, pero ahora, en tiempos de su aniversario, me pongo a repasar las páginas que han hecho inmortal a ese escritor de apellido que los hispanohablantes no sabemos pronunciar.

Tengo en torno del libro algunos recuerdos muy personales, que brotan raudos. En las aulas universitarias fue motivo de confrontación con un profesor que analizaba superficialmente las obras y al que yo desafié –atrevida y pretenciosa juventud– en el intento de que nos diera mejores clases. En mi experiencia de profesora, lo leí varias veces con alumnos de 12 a 14 años y conservo la edición con ingenuas notas de esos tiempos. ¿Qué queda de todo eso que valga la pena recoger en este septuagésimo aniversario de la pieza?

Indiscutiblemente, una valoración de la infancia y sus características por oposición al mundo adulto. El piloto-narrador, a pesar de que entra desde el primer momento en el lenguaje del niño visitante, va aprendiendo que hay otra manera de entender las cosas, a partir de un auténtico diálogo, el único que puede poblar la soledad. La conexión se trabaja, se elabora y permite las revelaciones: la casa propia es un mundo (¿casa o hábitat cualquiera que fuese, donde florece el yo más íntimo?); ese mundo exige cuidados –los baobabs amenazadores–, la compañía fundamental en esa casa.

Los seres metaforizados en flor, zorro y serpiente; los pobladores de los planetas que el muchachito visita, están allí para simbolizar actitudes humanas más o menos permanentes. Fue novedosa en su tiempo la teoría de la domesticación tal vez con esa palabra, pero los enamorados que heredan actitudes y lenguajes sin conocer su fuente, entienden y practican bien aquello de preparar el alma para el encuentro y participar con otro en los detalles de una real cultura de dos que multiplica sus significados en tan estrecha órbita.

Cualquier profesor sabe que El Principito tiene mucha más carga que aquella que se puede aprehender en la infancia, pero que eso no importa a la hora de incitar a su lectura. Tal vez por su brevedad, es libro para toda la vida, dicen sus adeptos. O porque sus lecciones (y no me gusta emplear esta palabra para una obra estética) enriquecen el comportamiento que busca la transparencia, la autenticidad, los vínculos firmes.

Ya sea por la generación a la que Antoine de Saint-Exupéry pertenece o porque el filósofo Heidegger lo sostuvo, este cuento en apariencia infantil está relacionado con el existencialismo. Y eso es mucho decir y complejo de demostrar. Valga por ahora que su historia, entre autobiográfica y reflexiva (el autor cayó en el Sahara y fue rescatado) apunta hacia la constitución moral del ser humano, hacia un hacer más que un ser, en el que hasta morir por convicciones propias tiene su puesto.

Me quedo en intentar que mi propio asteroide (debo ponerle un número), sea tan preciado y cuidado como el del Principito.