EE. UU.

Así que, con respecto a esa crisis fiscal, la que, ahora cualquier día, nos convertiría en Grecia. Les digo, Grecia, no tiene importancia.

A lo largo de las últimas semanas se ha dado un notable cambio de posición entre los regañones del déficit que han dominado el debate de política económica durante más de tres años. Es como si alguien enviara un memo informando que la ley del Pollito, con sus repetidas advertencias sobre una crisis de la deuda en Estados Unidos que sigue sin presentarse, hubiera vivido más allá de su vida útil. Repentinamente, el argumento ha cambiado: no es sobre la crisis el mes entrante; es sobre el largo plazo, sobre no engañar a nuestros hijos. El déficit, nos dicen, realmente es una cuestión moral.

Solamente hay un problema: el nuevo argumento es tan malo como el viejo. Sí, estamos defraudando a nuestros hijos, pero el déficit no tiene nada que ver con eso.

Antes de que llegue a ese punto, unas cuantas palabras sobre el repentino cambio de argumentos.

Por supuesto, no ha habido un anuncio explícito de cambio en las posiciones. Sin embargo, las señales están por doquier. Los expertos que pasaron años intentando fomentar una sensación de pánico en torno al déficit han empezado a escribir artículos lamentando la probabilidad de que no haya una crisis, después de todo. Quizá no fue tan significativo cuando el presidente Barack Obama declaró que no enfrentamos una crisis “inmediata” de la deuda, pero sí representó un cambio de tono respecto de su anterior retórica de intensa promoción del déficit. Y de hecho, fue asombroso cuando John Boehner, el presidente de la cámara baja, dijo exactamente lo mismo unos pocos días después.

¿Qué pasó? Esencialmente, los números se niegan a cooperar: las tasas de interés se mantienen obstinadamente bajas, los déficits están descendiendo e incluso las proyecciones presupuestarias a diez años básicamente revelan una perspectiva fiscal estable, en vez de deuda disparada.

Así que ya se redujeron las conversaciones sobre una crisis fiscal. Sin embargo, los regañones del déficit no han renunciado en su determinación a intimidar a la nación para que abata el Seguro Social y el programa de salud Medicare. Así que tienen una nueva línea: Debemos bajar el déficit de inmediato porque es “guerra generacional”, imponerle una paralizante carga a la siguiente generación.

¿Qué está mal con este argumento? Para empezar, involucra un malentendido fundamental de lo que la deuda le hace a la economía.

Contrariamente a todo lo que se lee en los diarios o se ve en TV, la deuda no vuelve directamente más pobre a nuestra nación; esencialmente es dinero que nos debemos a nosotros mismos. Los déficits nos estarían volviendo más pobres indirectamente si estuvieran conduciendo a grandes déficits de comercio, incrementando nuestros préstamos en el extranjero, o haciendo a un lado a la inversión, reduciendo la capacidad productiva del futuro. Pero no lo están haciendo: los déficits de comercio han bajado, no subido, en tanto la inversión en negocios de hecho se ha recuperado con bastante fuerza tras el bache. Aunado a esto, la principal razón por la cual los negocios no están invirtiendo más es la demanda insuficiente. Ellos están sentados sobre muchísimo dinero, pese a crecientes ganancias, porque no hay razón para expandir la capacidad cuando no estás vendiendo suficiente para usar la capacidad que tienes. Es más, se puede pensar en los déficits principalmente como una manera de poner a trabajar un poco de ese dinero ocioso.

Sin embargo, sí hay, como dije, mucha verdad en la acusación de que estamos defraudando a nuestros hijos. ¿Cómo? Al desatender la inversión pública y no lograr suministrar empleos.

No hace falta ser un ingeniero civil para darse cuenta de que Estados Unidos necesita más y mejor infraestructura, pero la “boleta” más reciente de la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles –con su conteo de presas y puentes deficientes, y más, así como su calificación general de D+– aún es una lectura alarmante y deprimente. Y justo ahora, con grandes números de trabajadores de la construcción desempleados y grandes cantidades de dinero yaciendo ociosos, sería un gran momento para reconstruir nuestra infraestructura. Sin embargo, la inversión pública efectivamente se ha desplomado desde que empezó el bache.

¿O qué tal invertir en nuestros jóvenes? Ahí también estamos reduciendo el nivel, habiendo despedido a cientos de miles de profesores y eliminado la ayuda que solía volver accesible la universidad para jóvenes de familias menos adineradas.

En último lugar, pero no por ello de menor importancia, piensen en el desperdicio de potencial humano ocasionado por el alto desempleo entre estadounidenses más jóvenes; por ejemplo, entre recientes graduados universitarios que no pueden empezar sus carreras y probablemente nunca compensen el terreno perdido.

¿Y por qué estamos defraudando al futuro tan dramática e inexcusablemente? Culpen a los regañones del déficit, quienes lloran lágrimas de cocodrilo en torno a la supuesta carga de la deuda sobre la siguiente generación, pero cuyas constantes invectivas en contra de los riesgos de préstamos del gobierno, al socavar el apoyo político hacia la inversión pública y creación de empleos, ha hecho mucho más por defraudar a nuestros hijos de lo que alguna vez lo hicieron los déficits.

La política fiscal, de hecho, es un tema moral, y deberíamos sentirnos avergonzados de lo que le estamos haciendo a las perspectivas económicas de la siguiente generación. Sin embargo, nuestro pecado tiene que ver con invertir muy poco, no pedir demasiado prestado; y los regañones del déficit, pese a todos sus alegatos en cuanto a que en el fondo piensan en los intereses de nuestros hijos, efectivamente son los tipos malos en esta historia.

© The New York Times 2013