BARCELONA, España

La mayor parte de mi vida transcurre entre libros, o mejor dicho, se manifiesta a través de ellos. Escribo libros, los compro, los presto, los regalo, me los regalan, participo en lanzamientos de libros, los pido a bibliotecas públicas. Pero no es el objeto lo que prima, sino su lectura, lo que sugiere cada autor a partir de su estilo. Sí, del estilo: esa sutileza tan extraña como volátil que no es afectación, cuando se lo entiende mal, sino que determina el significado de lo que se cuenta, y no al revés. Cuando el tema determina el lenguaje, hay tema pero no está la perspectiva de un autor, que es como decir que los temas bailan solos. Falso. No hay literatura si no hay danza entre tema y autor.

También ocurre con la lectura. No hay lectura si no hay danza entre libro y lector. Las estadísticas de los gremios de editores no sirven si el criterio consiste en que se vendan más libros. Es un argumento banal. La lectura no se mide por cantidad. La lectura rápida, de una sola vez, pasa casi por inexistente: el ojo humano puede recorrer una página y pensar en otra cosa. A un libro hay que volver varias veces, como en la danza, en ritmo circular, concéntrico. Pocos libros permiten este retorno: los que suman tema y estilo porque saben que son inseparables. A los que se centran solo en el tema, basta leerlos una vez. Si queremos volver a leerlos no habrá nadie que nos espere de vuelta en el lugar de delito. Desde las delicadas elipsis de autores lacónicos que requieren a un lector suspicaz y alerta, a los imbroglios barrocos en los que el lector entra desbrozando selvas verbales, la lectura lleva en sí misma los recursos que ponen en movimiento la mente. La escritura allanada en un libro, sin distintos estratos en el lenguaje, o una lectura superflua, no permite que se activen los mecanismos provocadores de la lectura: asociaciones complejas, resonancias rítmicas, percepción de ambigüedades y de discursos poco fiables, retos de prefiguración.

Entre las ventajas de los e-books está la consulta inmediata a un diccionario. Por lo tanto, los autores no deben retraerse ante la posibilidad de que el lector no comprenda una palabra, y el lector debe aprovechar y buscar su significado, debe elevarse hacia una palabra nueva, y no al revés, porque eso es la muerte por sinonimia. Me tomó años entenderlo: los sinónimos corroen la precisión, y eso termina siendo la muerte de la escritura.

Que un lector, meses o años después de leer un libro, no recuerde el título ni el autor ni el nombre de los personajes, no solo es una cuestión de memoria sino de atención. Es mejor leer y releer diez libros que doscientos. El lector voraz se aproxima al glotón: engulle pero no degusta. El buen lector, en cambio, siempre vuelve al lugar del delito. Porque leer es una provocación, no solo temática, sino de estilo, sintaxis y vocabulario. Para volver a un libro nos deben esperar de regreso, por encima o por debajo o al lado del tema, un escritor y su lenguaje.