En la película de cine independiente Quiéres ser John Malkovich (Spike Jonze, 1999), el protagonista del filme descubre en una oficina de archivos, un pasadizo secreto que lo conduce directamente a la cabeza del actor John Malkovich, pudiendo ser testigo de lo que él ve y vive por un lapso de 15 minutos. Si eso sucediera en la realidad, y observáramos a través de los ojos de este versátil actor en una de estas noches, presenciaríamos cómo lo mira el público del Sánchez Aguilar. Esos espectadores que probablemente llenarán nuestra nueva catedral del teatro. Bien comportados. Apropiadamente vestidos. Disfrutando con solemnidad del espectáculo (a lo más con un celular que retumba por ahí y un par de ronquidos camuflados).

Desde la apertura del gigante de Samborondón, el arte del teatro ha ido cobrando una nueva atención en Guayaquil, se ha disparado una suerte de competencia entre las grandes salas, desatando una fiebre de cobertura mediática acerca de los eventos que se montan en estos escenarios. Sin duda, esto resulta un aporte. De alguna manera debe serlo. Pero no voy a hablar aquí de la obra de Malkovich ni de nada que haya sido exhibido en las magnas tablas de la urbe, porque de todo eso ya se ha escrito de ida y vuelta, lo que quiero hacer en esta columna, es contar una experiencia conmovedora que viví este mes en el teatro de la Casa de la Cultura, en el Festival de Teatro José Martínez Queirolo. Era un sábado en la noche, la obra que se montaba era de la autoría del mismo Queirolo, y narraba la historia de cómo hubiera sido la vida de Romeo y Julieta si no hubieran muerto y llevaran 30 años de casados. El espectáculo comenzó a la hora exacta que anunciaba el programa, con una sala llena de niños, jóvenes, adultos y viejos sin ninguna formalidad, con los pies arriba de las sillas, felices, interactuado a gritos con los actores, viviendo ese momento como una fiesta, pero no era una falta de respeto, ni algo chabacano, todo lo contrario, era una relación íntima, cómplice y llena de gozo entre los asistentes y los artistas. Lo más cercano que se me ocurre para graficar lo que ahí se sentía son las imágenes de la película Cinema Paradiso (Tornatore, 1988), con la algarabía de un pueblo que se reunía a ver películas en el cine de un pequeño lugar de Sicilia durante la posguerra.

Volviendo a la obra, la escenografía estaba armada con inmobiliario prestado y la ayuda de amigos, sin muchos más recursos que el talento y la honestidad de su trabajo. Lo que ahí hubo fue una comunión preciosa entre la gente, el lugar y los actores, un reconocimiento y respeto a esos profesionales que en distintos espacios dedican su vida al teatro, una decisión valiente y no fácil de entender. Sin desmerecer ni menospreciar al público que asistirá a ver Las variaciones de Giacomo (probablemente yo esté ahí, bien comportadito), me encantaría meter a John Malkovich en un pasadizo para que vea a este otro público y lugares, me encantaría proponerle ¿quieres ser Marina Salvarezza?, ¿quieres ser Virgilio Valero?, ¿quieres ser Lucho Mueckay?, ¿quieres ser Pilar Aranda?