La democracia no es el gobierno de unos pocos sino de la mayoría. Es también la forma de gobierno que más exige respeto y tolerancia. Así lo afirmó Pericles en el Discurso del Funeral, pronunciado en el invierno de los años 431-430 antes de Cristo. Este discurso es uno de los más brillantes y antiguos sobre la democracia, ofrecido por el genial estratega con motivo de los honores a los atenienses caídos en la Primera Guerra del Peloponeso. Dice entre otras cosas: “un respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque prestamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes, principalmente a las que están establecidas para ayudar a los que sufren injusticias y a las que, sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una vergüenza por todos reconocida”. Pericles relata por qué la manera de vivir de los atenienses es un modelo imitado por otros pueblos. Nos dice que los ciudadanos debemos respetar a la autoridad, las leyes y las costumbres porque en eso reside la esencia de la democracia. También, que los atenienses, siendo ecuánimes, no sienten “irritación contra nuestro vecino si hace algo que le gusta y no le dirigimos miradas de reproche, que no suponen un perjuicio, pero resultan dolorosas”.

Este discurso no es enseñado a los jóvenes, el respeto no se inculca en el sistema educativo y por tal razón tendemos a vivir como salvajes, irrespetando autoridades, leyes y reglamentos, los derechos de los otros, las virtudes y hasta la vida. Tampoco nos enseñan a ser tolerantes. Pero en cambio, reclamamos iracundos las faltas de los otros y vemos la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio.

Si el ciudadano debe respetar a la autoridad, esta debe ser respetable, es decir digna de respeto, merecerlo principalmente por su conducta más que por los símbolos del poder que ostenta. Por lo mismo, la autoridad también debe respetar las leyes que confinan su poder y no abusar, arrogándose con argucias de leguleyos las otras funciones del Estado, insultando a sus opositores por fas o por nefas, o usando el poder para vengar ofensas reales o imaginarias. Descreo del voto obligatorio, el que se emite irreflexivamente, más por el papelito que por civismo, o engañado por unas cuantas dádivas de quien administra el tesoro público cual si fuera propio. Esta participación puede ser legal pero tiene el germen de la desconfianza: más cuando es fácil violar la intimidad de la persona e inscribir su nombre donde no ha pedido, como infortunadamente está sucediendo. ¿Qué legitimidad real, no formal, puede tener una autoridad elegida por un sistema plagado de errores o falsedades? ¿Estamos libres de fraude electoral?

He recordado al Discurso del Funeral porque es bueno que nos remitamos a los orígenes de nuestras instituciones y más todavía si tenemos tan acertados y sensatos antecedentes. Pero en ese discurso hay más: los atenienses son tolerantes y buenos vecinos porque la democracia empieza y se resuelve también en una manera de vivir. Construyamos una democracia real, de respeto y tolerancia.