La desestimación de las denuncias presentadas en relación con el caso denominado Chucky Seven, el nombramiento de Juan Paredes como juez de garantías penales del Guayas y la inminente designación de Antonio Gagliardo como juez de la Corte Constitucional son, sin duda, eslabones de una misma cadena. Perlas del mismo collar de corrupción que desde hace rato afecta nuestro sistema de administración de justicia. Pericias informáticas que demostraban que la sentencia dictada dentro del caso EL UNIVERSO fue redactada fuera del juzgado que conocía la causa en primera instancia, informes técnicos que evidenciaban que la sentencia en mención provenía del computador del abogado de una de las partes, versiones como la de la jueza Mónica Encalada, quien afirmó categóricamente que el dispositivo de almacenamiento de datos (flash memory) fue entregado por el abogado en mención con el texto completo de la sentencia, no fueron considerados suficiente sustento por Gagliardo como para iniciar una instrucción fiscal. ¿Exceso de garantismo tal vez? Ni de broma, teniendo en cuenta que este mismo fiscal siempre ha sido un fiel defensor de las políticas más punitivistas y del sacrificio de garantías procesales como mecanismo para enfrentar el problema de inseguridad.
Esta decisión del fiscal no nos causó, sin embargo, mayor sorpresa, teniendo en cuenta sus antecedentes políticos y personales. Su gesto de niño en problemas, la mueca de dolor dibujada entre sus rollizas mejillas por habérsele obligado desde la Fiscalía General a tratar la indagación previa abierta contra el juez Juan Paredes, ya demostraban el durísimo momento que este funcionario atravesaba, y no era para menos.
Su familia ha sido sin duda una de las privilegiadas por el gobierno de Rafael Correa, pues su padre ocupó la cartera de Trabajo, su hermano es asambleísta por la provincia del Guayas y él mismo pasó de ser un absoluto desconocido a fiscal distrital. Para completar el cuadro, se encuentra de candidato a la Corte Constitucional y sabe perfectamente que su trayectoria profesional y académica no da para mucho y menos todavía para acceder a semejante magistratura. Además, no escapa a su conocimiento que el concurso se encuentra controlado y monitoreado directamente desde Carondelet y que sin el “empujón” adecuado simplemente no llega, como ya le sucedió cuando quiso optar por la Fiscalía General.
Sus opciones eran claras: la primera, el mantener las canonjías familiares y tener la posibilidad de acceder a cargos para los que evidentemente no se encuentra preparado. De hecho, sus posibilidades de ser elegido juez de la Corte Constitucional subieron estratosféricamente y se encasilló en el perfil buscado por el Ejecutivo para integrar el órgano de control constitucional, a saber un juez obediente y comprometido con el proceso revolucionario, a “prueba de bala” y sin miramientos por el nombre y reputación propios.
La otra opción era bastante menos gratificante, pues conllevaba transitar el tortuoso y sufrido camino de lo correcto. Abandonar las mieles del poder y verse obligado a obtener cargos y posiciones por mérito propio y no por afinidades políticas o pruebas de “finura”, como se nomina entre los círculos mafiosos paisas a las ordalías a las que los integrantes de la banda son sometidos frecuentemente para demostrar su lealtad. Implicaba actuar en derecho y no vulnerar mínimos lógicos, además de recibir el reclamo airado del jefe supremo y la acusación de “traidor del proyecto político”. No pasar por pícaro e ignorante definitivamente tiene su precio. Significa actuar como un jurista y demostrar públicamente su condición de tal, con lo gratificante que puede ser el caminar con el rostro erguido, como señala la Biblia en el Levítico.
Lo irónico es que lo hecho por Gagliardo ni remotamente termina con este tema, pues la garantía del non bis in ídem conlleva la prohibición de doble procesamiento y este caso gracias al fiscal del Guayas quedó simplemente en investigación preprocesal, lo cual implica que al no haberse iniciado procesamiento, puede reabrirse en cualquier momento y por parte de cualquier fiscal, mientras la acción penal no prescriba. Parafraseando a Emilio Palacio, cabe preguntarse: ¿Qué pasará cuando la justicia no se encuentre secuestrada y un fiscal independiente decida volver a investigar el tema? Cuando se pregunte si lo hecho por Gagliardo fue correcto o constituiría más bien un acto de encubrimiento.
Tenemos todavía nueve años para despejar estas dudas, pues la acción penal por el delito de falsedad ideológica de documento público prescribe en diez. Mientras tanto, seguiremos presenciando cómo se derrumban una a una las columnas sobre las que debe edificarse una administración de justicia independiente, como requisito esencial de un Estado constitucional de derechos y justicia.
* Profesor de Derecho Penal de la Universidad Central del Ecuador.