Nuestro invitado |

Es insólito que combatientes reclamen en las calles por derechos patrimoniales, como también que oficiales de las Fuerzas Armadas protesten por el cambio de lugar de un monumento a los caídos en el Cenepa. Solo significa que mandos medios o colaterales de las filas gubernamentales desconocen lo que significó la gesta que nuestros soldados protagonizaron en las alturas de la Cordillera de El Cóndor. Nos engolosinamos con la canción ‘Patria, tierra sagrada’, al punto que parece sustituir al himno de la República, pero caemos en una precaria evaluación del mayor acontecimiento de nuestra identidad nacional desde la batalla de Tarqui. No se desconoce a otros héroes –adjetivo impropio en boca y peor en una lista elaborada por el Consejo de Participación Ciudadana– como son los de 1941, Paquisha, Mayaicu, Machinaza y tantos que ofrendaron sus vidas o sus cuerpos en un conflicto territorial de más de 150 años.

Nuestra historia limítrofe, como la de muchos pueblos y naciones de América Latina, ha sido dura, cruel e injusta. Perdimos grandes territorios por la exacción de Estados Unidos en México, sufrimos el Gran Garrote y Nicaragua fue pasto de la prepotencia inculta y soez del Norte. Soportamos las guerras del Pacífico en dos ediciones, la del Chaco y la afrenta territorial que sufrió el Ecuador en 1941.

En Estados Unidos, nación de grandes protagonismos bélicos, los reconocimientos a los caídos y sobrevivientes de las batallas son prudentemente reglamentados, aunque los actos no mitiguen el dolor de los familiares ni la emoción de los compatriotas. A duras penas, para las familias de los que quedaron en el frente o en las trincheras –recordando los días de la independencia– se dobla el emblema en forma similar a los gorros de la época de George Washington y se entrega a los familiares como recuerdo, jamás como consuelo.

Sin embargo, cuando se mezcla el sentimiento patriótico con el populismo, más que el desasosiego la deshonra se impone. Cuánto respetamos, admiramos y pretendemos trasmitir a nuestros hijos; no esos rostros crispados e iracundos en la avenida Amazonas de la capital donde se aloja ese esperpento del Consejo de Participación Ciudadana, sino aquellos que detuvieron nuestros corazones y elevaron nuestro rezo cuando con vigor e hidalguía defendían la frontera cercenada en 1942. Son facciones que antes demandaban municiones, mayor ayuda aérea y que ahora, tristemente, pugnan por una compensación que jamás será igual al valor que enarbolaron en las alturas del Cenepa. Loor a los caídos en enero y febrero de 1995; reverencia a los sobrevivientes, denuesto para quienes el sentido de la patria está dolarizado. No les sobraba la polémica con el monumento de Febres-Cordero, necesitaban más.

Nuestra historia limítrofe, como la de muchos pueblos y naciones de América Latina, ha sido dura, cruel e injusta.