Cuba ha vuelto a ser noticia en estos días. La visita de Joseph Ratzinger y el forcejeo por la Cumbre de Cartagena abrieron nuevamente el debate sobre las condiciones políticas de la isla caribeña y de manera particular sobre su futuro.
Entre cánticos y oraciones, la visita papal puso a prueba el grado de tolerancia al que estaría dispuesto a llegar el menor de los hermanos Castro. Las débiles señales de una apertura política llevaron a suponer que podría haber algunas diferencias entre esta y la visita realizada por el papa anterior, hace más de una década. Pero el balance final demostró que en ese aspecto predomina el inmovilismo. El jefe de los católicos tampoco presionó mucho y prefirió aceptar los límites establecidos por el anfitrión. Por ello, en su agenda no constaron reuniones con los grupos de oposición y se resignó a recibir pasivamente la información sobre el silenciamiento de cualquier expresión de discrepancia. Quedó claro, entonces, que los vientos de cambio cubanos aún no han entrado en el terreno del libre albedrío y que el hombre del Vaticano se mueve más como jefe de Estado que como el adalid de una religión (algo que no les debe hacer mucha gracia a sus seguidores).
El otro episodio nos toca más directamente porque está en debate la presencia o la ausencia de Ecuador en el encuentro de presidentes. La declaración tajante del líder, que proponía que los socios del ALBA no asistieran a la cumbre si no se invitaba a Cuba, cayó en saco roto. El Gobierno ecuatoriano se quedó solo y, lo que es peor, no tuvo un plan alternativo y durante varios días no ha podido mostrar una posición clara al respecto.
Aunque las miradas internacionales se concentraron sobre la decisión –o indecisión– ecuatoriana, en realidad el asunto de fondo era la situación cubana. Lo que hizo el Gobierno nacional fue poner nuevamente en el tapete y por enésima vez el derecho de Cuba a participar en unos organismos que tienen a la democracia como requisito de membresía. El problema es que siempre que se ha planeado este tema se lo ha tratado de resolver únicamente con afirmaciones rotundas de lado y lado. Los unos sostienen que en ese país no existe democracia y los otros solamente responden que sí existe. No hay argumentos y en el mejor de los casos se llega solamente a apelar a la doctrina de la libre determinación, como si fuera eso lo que está en cuestión.
Por esa vía no se llega a ninguna parte. Mayor favor le harían a Cuba los socios del ALBA si le ayudaran a encontrar el camino que la lleve hacia un régimen en el que sus habitantes puedan reunirse sin temores, conformar organizaciones políticas, asociarse en sindicatos, tener varias fuentes de información, e incluso contar con esa válvula de escape que es el hablar mal del gobierno. Entonces, nadie discutiría su presencia en los foros internacionales y la visita del jefe de Estado del Vaticano no tendría carácter político.