¿Buen amor? ¿Mal amor? ¿Maldito amor? La literatura me lleva de la mano por estos títulos, me hace saltar sobre el ladrillo del sustantivo y me genera la pregunta de por qué necesita de adjetivos. ¿Acaso el amor no es, simplemente, no existe, late, agita, completa, perfecciona la vida?

Desde la versión del narrador colombiano Jorge Franco, autor del cuentario que lleva el título de esta columna, la respuesta es negativa. Las 17 historias que llenan sus páginas están salpimentadas de los sabores más encontrados y contradictorios, al punto de hacernos concluir en aquella cursilería de cierta lírica de que la palabra “amor” rima con “dolor” (y digo cursilería porque la repetición ciega de algunos lugares comunes, la defensa a rajatabla de verdades paradigmáticas acuña expresiones inflexibles, no aptas para la poesía).

A algunos lectores les molesta que la mayoría de los literatos no escriba historias felices. Tal vez quieren encontrar en las ficciones lo que la realidad les niega. Pero de eso no se trata cuando un escritor nos amplía el radio de las reducidas experiencias cotidianas. Las metas de la escritura de ficción no tienen límites: nos ubican elocuentemente en aquello de “soy un hombre, por tanto nada de lo humano me es desconocido”, es decir, en el ámbito de lo posible.

Y en materia de amor todo es posible. Es posible que el amor de las madres sea absorbente y destructor al punto de aniquilar las ansias de desarrollo y autenticidad de los hijos, cuando les dan programados sus propios esquemas de vida. Es posible que cincuenta años de convivencia matrimonial se hayan convertido en un remedo de unión, en un entramado de resentimientos que selle los labios en un silencio eterno. Es posible que un hombre vestido de Marilyn Monroe recorra las noches buscando a una mujer para amar y que jamás se le acercará con esa apariencia.

Las emociones y sentimientos que se han ganado el nombre de amor son misteriosos e indefinibles pese a todos los universales intentos de ponerlos en conceptos. El orden social y religioso concibió un nicho para ellos y los reglamentó. La moral se metió de por medio y dictaminó sentencias que pueblan los labios de quienes juzgan a las personas enamoradas. Pero allí sigue el amor, campeando, complicando las vidas con su presencia o vaciándolas de significados con su ausencia.

Por eso tengo que aceptarle el adjetivo al narrador Franco. El amor puede ser “maldito” para quienes son tocados por la incomprensión, por el carácter invasivo y dependiente que puede tomar en determinados pares, por ser proclive al chantaje y a la manipulación; porque la confusión amorosa empantana las psiquis y se hace daño a otro –a veces a varios– a conciencia, en una imparable rotación. Y como en nombre del amor se miente mucho bajo el subterfugio de evitar el sufrimiento, los discursos se entrechocan, se desvían, se encubren.

Siempre he defendido a la literatura como escuela de la vida. Aunque la realidad nos apegue a mínimos espacios de circulación, aunque nos obligue a la gris y rutinaria cotidianeidad, el vuelo imaginístico de la lectura nos lleva hasta a ser protagonistas de “amores malditos”. ¡Como si las historias propias no fueran suficiente!