¿Qué tan productiva puede ser una existencia que busca la venganza como finalidad principal? ¿A dónde conduce una vida que utiliza sus mejores recursos para conseguir un desquite personal? Estas preguntas guían algunas de las mejores películas del director coreano Park Chan-wook, particularmente las que forman su famosa trilogía de la venganza: Simpatía por Mr. Venganza (2002), la premiada y aclamada Oldboy (2003), y la menos conocida Simpatía por Lady Venganza (2005). Maestro en la estética de la violencia, Park utiliza el viejo recurso de la simpatía del espectador por la víctima que busca venganza, para colocar al público ante dilemas morales sobre la legitimidad, la proporción y el sentido de las revanchas que no tienen límites ni reconocen grados o diferencias entre los culpables.
Así, los vengadores de Park no distinguen entre el adolescente que divulgó una escena amorosa causando sin saberlo el suicidio de una jovencita trastornada, o los secuestradores novatos que por descuido no se percatan de la muerte accidental de su víctima, o el psicópata maestro de escuela que es un asesino serial de niños. Todos los culpables sucumben sin distinciones ante la ferocidad de las antiguas víctimas, que en el presente han accedido a un poder que les permite realizar su cometido. Pero, a diferencia de las películas de Tarantino y de las típicas cintas de Hollywood, los desenlaces de Park no dejan apaciguado al espectador y traen aparejada la autodestrucción de los vengadores, hundidos en un odio insaciable que no cede a pesar de la ejecución de los antiguos culpables.
El cine de Park nos enseña indirectamente a distinguir entre la venganza y la justicia, como dos dimensiones muy diferentes en la estructura social y cultural, aunque muchas veces se confunden. La venganza está enmarcada en una lógica dual, la del ofensor y la víctima, sin la participación de una instancia tercera que represente a la ley, al pacto social y a lo simbólico; por ello no se satisface con la destrucción del ofensor ni admite rehabilitación. La justicia introduce esa función tercera, necesaria para poner límites al odio y evitar que la antigua víctima se destruya a sí misma. ¿Qué pasaría si la venganza se hace pasar por la justicia y se convierte en el fundamento de una práctica política que suscita la simpatía de los electores por los candidatos vengadores?
Quizás esa es la raíz de algunas de las exitosas autodenominadas revoluciones de los últimos cien años. La búsqueda de la legítima justicia social se fusiona y se subordina a la de reivindicaciones particulares por ofensas reales o imaginarias, que los líderes y muchos de sus seguidores sufrieron en el pasado a manos de opresores verdaderos o supuestos. La fórmula es electoralmente invencible y eficaz –según parece– y el acceso al poder permite un ejercicio interminable de la venganza que construye su propia legitimidad con el auxilio de un sistema de justicia débil, corrupto y/o asustado, que deja de funcionar como instancia tercera y se convierte en instrumento del vengador. Entonces, solo basta con iniciar demandas, glosas y expropiaciones por doquier, y la revancha avanza y se extiende como el lazo social predominante. ¿Tienen algún límite las revoluciones vengativas?