Como ministro de Defensa de Álvaro Uribe, el ahora presidente colombiano Juan Manuel Santos fue uno de los responsables directos de bombardear el territorio ecuatoriano de Angostura. Así tienen que consignarlo la memoria de los pueblos y los libros de historia, pues él autorizó esa ofensiva que luego distanció a los pueblos de Ecuador y Colombia. Santos no solo que obedeció órdenes (con esta irresponsable fórmula se suelen justificar sucesos atroces) sino que –puesto que las ejecutó de manera exitosa– debió de haber creído en la necesidad de cumplir esas disposiciones superiores. Santos fue copartícipe de aquella agresión al Ecuador.
Por experiencia sabemos que si los funcionarios mantienen incólume el sentido de la integridad, sean ministros o embajadores, pueden discrepar con los dictámenes de arriba. ¿No habría sido digno para Santos, por ejemplo, negarse a despedazar la soberanía de una nación hermana? En nuestro país, basta recordar los casos emblemáticos del exministro de Economía, Fausto Ortiz, o del exembajador Francisco Proaño Arandi para reconocer que sí hay personas que anteponen su dignidad y no se quedan calladas. O esos miembros de Ruptura de los 25 que prefirieron –esta sí una medida revolucionaria– abandonar los puestos de poder concedidos por la cabeza del Ejecutivo.
En 2008 aquel ministro Santos no supo diferenciarse de su jefe cuando estaba en curso una flagrante violación de las normas internacionales de convivencia y eligió conservar el puesto y el poder, tal vez porque esa era una vía para llegar a la presidencia. Este es el político que nos ha obsequiado con una visita y que se ha exhibido feliz en el balcón de Carondelet junto a la sonriente plana mayor de los revolucionarios del siglo XXI. ¿Para qué servirá entonces la expresión “Prohibido olvidar” que los poderosos del momento quieren patentar como marca registrada? ¿Por qué nuestro gobierno se solaza en permitir ciertos olvidos?
¿Cuál es la aureola –caricaturizada con maestría por Pancho Cajas en El Comercio del miércoles 21– que nuestra diplomacia le ha colocado a Santos? ¿Qué ofreció él para que la cantaleta nacionalista de la soberanía se diluyera? ¿Por qué nuestra ciencia socialista de las relaciones internacionales gozó tanto con la presencia de Santos en suelo quiteño? El presidente Rafael Correa, con los brazos abiertos, ha dicho: “Ahora hay un Gobierno en Colombia muy serio, respetuoso y agradable”. ¿Muy serio? ¿Y el silencio de Santos con respecto a Angostura, como si él nada tuviera que ver con esas muertes? ¿Respetuoso? Si el respeto es un valor destacable, ¿por qué no practicarlo casa adentro? ¿Agradable? ¡Agradable!
Tal parece que las diplomacias de Ecuador y Colombia no tienen qué hacer, pues los resultados revelados de esta reunión son menos que triviales: reducir los costos del transporte aéreo; hacer puentes sobre el río Mataje y en la Amazonía; favorecer la circulación de vehículos; reforzar los controles fronterizos; usar los oleoductos… ¿No podrían haber anunciado estos acuerdos empleados gubernamentales de menor rango que el de los presidentes? ¿Qué vino a negociar Santos? De otra parte, antes que limar asperezas con Colombia, ¿no hay que hacerlo, primero, entre los ecuatorianos? ¿No es infinitamente más grave una embestida con víctimas mortales que aquello de opinar de alguien que se ha vuelto un nuevo rico?