Se nos viene un fin de semana corto, normal, sin alargues artificiales, sencillo, brotado del calendario. El próximo lunes, la Navidad se habrá marchado con la esperanza de regresar en doce meses; a pesar de la cortedad del tiempo habrán suficientes minutos para dar la bienvenida a la recordación, en el mundo cristiano, de la llegada de Jesús al mundo, para hacerse uno más de nosotros “en todo, menos en el pecado”, acorde con la Sagrada Escritura. La Navidad será siempre Navidad porque es una celebración que contiene diversos elementos que la hace muy diferente de otras ceremonias o conmemoraciones. Permítanme unas líneas que aborden esta afirmación, que la fundamenten y que ayuden a comprenderla mejor.
Los sicólogos afirman que nuestro “disco duro”, aquel que marca los pasos de nuestra existencia, casi como un destino prefijado, se lo graba en los primeros tres años de vida y luego se los reafirma y fortalece hasta los diez o quince años: infancia, pubertad y adolescencia están en juego como momentos de vivencias y transiciones trascendentes. Para modificar las pistas de este disco duro serán necesarias estrategias muy sofisticadas o golpes que pueden recibirse, de tal reciedumbre, que desbaraten lo existente. ¿A qué viene todo esto? A que la Navidad de mi infancia está metida en ese disco duro, como vivencia, como instancia de una robusta fe naciente; ese “disco duro” me acompaña algo más de siete décadas; la Navidad de mis primeros recuerdos, incluso anteriores al ingreso a mi escuelita “Alberto Castagnoli”, aún tan frescos y tan cercanos, no han sufrido el deterioro del paso del tiempo: el pesebre, la novena, los villancicos con su “arsenal armónico manualmente construido”, el clásico “melodio” de Tudul, la misa del gallo, los buñuelos de la abuela, los pequeños regalos sorpresa, la adoración a Jesús recién nacido y luego la espera hasta el seis de enero, hasta que lleguen los Reyes Magos, cansados ellos y nosotros también. ¡Qué días aquellos, cómo olvidarlos!
Ese disco duro fue grabado con elementos de “tecnología de punta”: amor insobornable entre padres e hijos; respeto y afecto entre maestros y alumnos; fe profunda, no sé si la del carbonero, pero sí fe a prueba de resbalones y caídas; calidez de un pueblito acurrucado en la cordillera andina; calor de hogar y calor de tradiciones hechas carne en generaciones arrimadas a lo trascendente y cuidadosas con lo inmanente. Todo esto y mucho más crearon ese ambiente donde germinaron experiencias de recordación permanente y fuentes de paz, sabiduría y bienestar personal y familiar. Mi contacto con la realidad campesina en casa de mis abuelos hizo que los pastores, el buey y el asno, la paja y las chozas no fueran elementos desconocidos, al contrario, eran muy propios, me pertenecían. ¿Cómo hacer para que hoy las jóvenes vidas entiendan relatos extraños al mundo en que viven y se desenvuelven, de manera especial aquellos que pertenecen a la llamada “civilización del cemento”? Tremenda tarea para padres y madres de familia, igual para los docentes. Feliz Navidad, amigas y amigos de EL UNIVERSO.