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Desde sus orígenes el término fundamentalismo ha sido asociado a la resistencia social de conducirse por leyes humanas, rescatando o reivindicando los valores y principios de las leyes divinas. Se cobija con dicho término, el regreso a los credos fundacionales del cristianismo o de muchas religiones del mundo, rechazando los nuevos valores o interpretaciones en la medida que las naciones progresaban y racionalizaban sus arquetipos sociales. Así las cosas, fácil es colegir que el fundamentalista se sustenta en una sola verdad, aquella surgida de los conceptos básicos de sus creencias, sean estas cuales fuesen y rechazando versiones distintas. Es una especie de maniqueísmo en el que lo bueno es lo que está incluido en su ideología y lo malo aquello que esta fuera.
El concepto lo aplicó al escenario político el sociólogo Peter L. Berger, profesor y director del Instituto para la Cultura Económica de la Universidad de Boston, afirmando en su trabajo ‘La Secularización Falsificada’ que: “…se cree que el fundamentalismo es malo para la democracia porque dificulta la moderación y la disposición al compromiso que hace posible la democracia... es importante comprender que hay secularistas tan fundamentalistas como los religiosos: unos y otros coinciden en no estar dispuestos a cuestionar sus opiniones, así como en su militancia, agresividad y desprecio hacia los que discrepan de ellos…”. Y es que, en efecto, el aferrarse firmemente a creencias propias, rechazando la posibilidad de cambio y maltratando a los críticos no solo se observa en el campo de la religión, sino también en el de la política.
Muchos dirán que un gobernante que sea un fundamentalista político es también un tirano, dictador, autócrata o algún calificativo similar, ya que, acogiendo lo dicho por el profesor Berger, la ausencia de compromiso con la democracia, “la agresividad y desprecio hacia los que discrepan de ellos” es un denominador común entre los calificativos citados. Así también, la falta de tolerancia hacia apreciaciones contrarias de la realidad circundante; la reivindicación de solo una verdad como absoluta y la ausencia de autocrítica; el vilipendio hacia el que disiente; el menosprecio al fortalecimiento institucional como soporte democrático o asimilar la conducción de una nación con la administración de un feudo, son posturas incompatibles en grado extremo con cualquier sistema democrático de gobierno y propias de un fundamentalista. Cuando el dignatario le pide a su pueblo confianza en él como único aval para ejecutar políticas o acciones que riñen con la democracia. Cuando cree que siendo presidente de la República es, de hecho, el titular de las restantes funciones del Estado. Cuando no escucha y descalifica voces democráticas y libertarias del resto del mundo pidiendo rectificaciones. Cuando todo ello ocurre el gobernante puede llenar de carreteras el país, atestarlo de hospitales y atiborrarlo de centrales hidroeléctricas que será aplaudido por aquello porque, después de todo, ha cumplido con parte de su trabajo, pero, por su ejercicio democrático será repudiado.
Un proyecto de transformación institucional, la creación de una nueva república o una revolución pacífica y en democracia exige justamente eso, enfatizar en los elementos democráticos, y, para ello, los fundamentalismos de cualquier tipo deben ser erradicados sino el proyecto deviene en personal y hasta mesiánico.