La última película de Woody Allen ha dado oportunidad a los “viajados” para demostrar que han estado en París. El filme se inicia con una serie de tomas de la capital francesa, que les permite recitar, preferiblemente en francés, los nombres de los lugares que muestran. Y luego salen a contar que han visto “una linda la película sobre París”. Y también están los “leídos” que juegan a adivinar los personajes históricos que, con acierto notable, se retratan en el largometraje. Pero el genial director-guionista ha creado en el propio filme una caricatura de quienes van a hacer estas lecturas superficiales, se trata del pedante Paul, un experto en París, en arte y en arquitectura, tan informado como vacío. El analfabetismo semiótico no se supera con viajes ni con lecturas de preceptiva.

La película no va sobre París, ni sobre los años veinte. Ese lugar y ese tiempo son el telón de fondo sobre el que transcurre el conflicto esencial. Pensar que esos son los temas principales sería equivalente a afirmar que Dinamarca es el tema Hamlet. El argumento de Medianoche en París es un análisis de la situación del creador frente a su obra. Esa mortal inseguridad que asalta al escritor, al guionista, al cineasta, a cualquier artista frente a sus propias creaciones. Woody Allen se retrataba en los filmes en los que también actuaba, como un inseguro radical. Las más de las veces el personaje era escritor o guionista, en el supuesto que esto no incluya necesariamente a aquello. Todo esto se entiende mejor si admitimos, como parece hacerlo Allen, que el cine es un género más de la literatura.

Uno de los mayores logros del filme es el personaje central, Gil, magistralmente interpretado por Owen Wilson, que nos recuerda sin imitarlo al Woody Allen joven de sus primeras películas… especial y justamente por su enternecedora inseguridad. Es un guionista que ha escrito una novela de la que no se siente satisfecho y cree que viviendo en París encontrará la circunstancia que le permitirá hacer una gran obra. En mágicos viajes en el tiempo llega a los años veinte, cuando entonces sí París era una fiesta, y puede hablar con Hemingway, Scott Fitzgerald, Gertrude Stein y otros monstruos sagrados de aquellos tiempos. La conclusión es que no es necesario vivir en ninguna Ciudad Luz, ni en ninguna década feliz, para crear el gran libro.

El artista suda sangre en la noche del huerto antes de decidirse a lanzar el fruto de su labor, quiere pedir opiniones a media humanidad, para que lo alienten y le permitan vencer su falta de fe. Conflicto que retrata muy bien la película y que no se resuelve en consultas. No se escribe, ni se hace arte, ni cine, sobre el criterio de otros. El creador debe crearse a sí mismo, lo dijo Keats. De ello es muy buen ejemplo el mismo Woody Allen, capaz de hacer películas iconoclastas, salidas de los esquemas comerciales, incorrectas, sin duda inconsultas y, sin embargo, exitosas.