Valiéndose hasta de redes virtuales, el señor Torres ha citado a un cónclave para aquellos interesados en participar de la construcción de la República Análoga. A casa del anfitrión, que habita con su anciana madre, llegan una poeta y un sastre, su prometido; Carpio, cirujano plástico; Chester, embrollado en la imposibilidad de cerrar un paraguas; Morales, un urólogo con graves problemas de frenillo en el habla, acompañado de Renza, que traduce sus parlamentos. El propósito es loable: vivir en una sociedad justa, por lo que consideran indispensable instituir la República Análoga, aunque no están claros del parecido, equivalencia o similitud con respecto a qué.

Basados en convicciones racionales, deciden que el país renacerá mediante un acto fundacional como el de una revolución. Pero cuando se sientan a discutir, afloran las contradicciones: Carpio revela su adicción por los métodos violentos; el sastre casi no habla; la poeta es por momentos muy soñadora; Renza es apenas una secundona del médico; Morales está interesado en el reparto de los ministerios; Chester se distrae con una muchacha que parece colmar su imaginación; Torres es demasiado intelectualizado y poco práctico. Pero la anfitriona madre evidenciará los límites absurdos de su proyecto porque ni siquiera saben cuánto cuesta una lechuga.

El debate es bronco, interrumpido por digresiones que van y vienen; las intervenciones se traslapan, nadie entiende la posición del otro. Unos amenazan con abandonar la causa y dan golpes en la mesa. Hay sangre. Se oyen llamados a la calma, los ánimos se exaltan y se generan riñas: así son los patriotas fundadores. Mas, respetuosos de la institucionalidad, buscan insignias que los identifiquen, una bandera, un himno, una mesa directiva, y, si en 1809 se dio el Primer Grito de la Independencia, ahora inventan el Primer Estertor de la República Análoga, un chillido sordo que nada y todo dice en este esfuerzo por crear una democracia donde no exista el miedo.

La República Análoga es la obra de temporada de la Casa de Teatro Malayerba. Con texto, dirección y puesta en escena de Arístides Vargas, retrata sin concesiones a aquellos que pretenden fabricar ilusiones sin medir las consecuencias históricas y políticas de sus actos. Entre la comicidad y el patetismo, se cuestiona a las revoluciones, de antes y de ahora, que no modifican su trato con el poder: un personaje afirma que las revoluciones gozan de diez días o diez horas de gloria, pero que luego el poder pervierte la utopía. Los diálogos son sabios, las actuaciones extraordinarias y profesionales, e invaluable la contribución que hace el teatro para un entendimiento cabal de la realidad.

En poco más de una hora, esta obra quita las vendas que ciegan. Interroga por lo que tenemos que hacer aquí y ahora, desacraliza la revolución, la independencia y su celebración bicentenaria. Hace que el sinsentido adquiera sentido y que el blablablá oficial exhiba una penosa repetición burda y retórica. Descubre lo ridículo que puede ser el discurso intelectual y la arenga. Muestra la pequeñez humana de quienes exhiben buenas intenciones con empresas descomunales. Nos advierte del desvarío en que pueden caer los afanes, por irrealizables, de las transformaciones absolutas y totales. La República Análoga es la gran película de nuestro joven siglo XXI.