El cuatro de noviembre de 1985 Cuenca vivió su terremoto imaginario. O mejor, la anticipación de su terremoto imaginario.

El pasaje, cierto aunque con ribetes macondianos, mostró contundentemente cuánto sabíamos, a la época, de estos eventos naturales: cómo reaccionar ante ellos y cuán certeros podíamos ser en un entorno por demás bucólico, sin organismos de prevención sólidos y, lo que es peor, dispuestos a una hipoteca irracional en favor de lo divino, cuando de cosas terrenales se trataba.

Todo empezó con una llamada telefónica al filo de la medianoche: a las tres de la mañana la ciudad sería sacudida por un terremoto. Dicen que la alerta se originó en Guayaquil, y hubo “giles” en Cuenca que se lo creyeron (148.243 cuencanos según el censo citado en un artículo que presta el titular a este comentario). Inmediatamente, el desenfreno de llamadas entre hijos, primos, tíos, amigos, vecinos, compadres, sobrinos, hermanos, abuelos, padres, conocidos, enemigos, reconciliados, camaradas, bodys, colegas, confidentes…, se encargó de propagar la noticia: se viene el terremoto.

Edmundo Maldonado Samaniego, articulista de diario El Mercurio, inmortalizó el acontecimiento en un comentario que terminó bautizando –inmortalizando– a aquel cuatro de noviembre como ‘La noche de los giles’. Texto de unas 90 líneas considerado como una verdadera pieza del periodismo de humor, reproducido hace más de 25 años en los diarios El Comercio y EL UNIVERSO, y rescatado en una recopilación editada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo del Azuay y el Encuentro de Literatura Ecuatoriana Alfonso Carrasco Vintimilla, titulado Palabra de loco.

“Lloran las monjas, lloran los hombres –aunque los hombres nunca lloran–, lloran los pobres, lloran los ricos, porque los ricos también lloran… Las tres, el terremoto no llega, seguro no hay presupuesto porque todo se ha gastado en los Décimos Juegos Bolivarianos. Así es con Cuenca, ni un terremoto bueno puede tener, fuera para Ambato ya llegara uno para dejar cincuenta mil muertos y Pelileo hecho ruinas…”.

Fue una madrugada en que cientos, miles, se amanecieron en plazas, parques, avenidas, esperando en medio de rosarios y avemarías el terremoto imaginario que nunca llegó.

Por ello, 25 años después, no podemos dejar que el resto del mundo se nos adelante y quedarnos dispuestos a repetir pasajes macondianos como el del cuatro de noviembre de 1985. Una demostración de decisiones firmes, manejo oportuno y progresivo de la información, reacciones sistematizadas de organismos de socorro profesionales –o en vías de profesionalización– ocurrió con la alerta de maremoto lanzada a los países de la costa americana que da hacia el Pacífico, luego del terremoto de nueve grados en la escala de Richter y posterior maremoto que levantó olas hasta de diez metros en el Japón.

Sobre este evento sísmico natural, el Sistema de Alerta de Terremotos de Japón, con la ayuda de más de mil sismógrafos instalados en toda la isla, pudo anticipar en un minuto la inminencia del desastre. El resto estuvo a cargo de un conjunto de canales de información inmediata que hoy no ofrece privilegios a nadie.

El ejercicio de evacuación ordenado la semana anterior en las provincias del Litoral ecuatoriano es un buen síntoma. Así, recién empezamos a ajustarnos, en su orden estricto y lógico, al lema que hace 25 años tenía la Defensa Civil: “Prevenir y remediar”.