El auge delincuencial sumado al descreimiento en la Policía e instituciones judiciales han avivado a varios sectores a proponer la participación de las Fuerzas Armadas como instrumento de lucha contra el crimen. Dos posiciones contrapuestas emergen frente a este planteamiento.
La primera postura promueve la no intervención militar en el mantenimiento del orden público interno, excepto en circunstancias excepcionales constitucionalmente admitidas. Esta postura, plasmada en la Constitución de Montecristi, circunscribe la labor de las FF.AA. únicamente a la defensa de la integridad territorial y soberanía, posicionando a la Policía como eje de la prevención y control del crimen.
La segunda postura considera apropiado el uso de las FF.AA. como instrumento de control social, ya que al estar mejor equipadas que la Policía, su presencia en las calles tendría un ‘efecto disuasorio’, sustentado en la demostración del poder armado y, consecuentemente, disminuiría el crimen y se apaciguaría el clamor ciudadano de seguridad. Sin embargo, esta postura no puede ser aceptada sin considerar los riesgos que implica ignorar las nociones que fundamentan la separación de los roles policiales y militares.
La participación de las FF.AA. en el mantenimiento del orden público, entre otras cosas: -aparta a las mismas de su misión tradicional y constitucional: defensa de la integridad territorial y soberanía; -menoscaba la necesidad de mayor profesionalización policial y por ende genera un costo de oportunidad institucional: la Policía jamás desarrollará adecuadamente sus capacidades mientras se maquillen sus deficiencias con los servicios de las FF.AA.; -potenciaría las probabilidades de uso excesivo de la fuerza en contra de civiles: la Policía está entrenada para emplear el mínimo de fuerza necesario para hacer cumplir la ley; por el contrario, la doctrina, entrenamiento y equipamiento del personal militar se concentra en el empleo de fuerza (letal) para combatir en conflictos armados; -ocasionaría dificultades en procedimientos judiciales, ya que normalmente los militares no han sido formados en la ejecución de investigaciones criminales (obtención de pruebas asegurando la cadena de custodia, testificar en juicio, interrogación a sospechosos/testigos, operaciones encubiertas, uso de tecnología forense, etcétera).
La historia ofrece varios ejemplos en que la participación militar degeneró en violaciones de derechos humanos, debilitamiento de instituciones civiles y profundas rupturas sociales. Para evitar que se originen estos problemas y que la presencia militar en las calles se dilate es crucial que, en paralelo a su despliegue, se garantice lo siguiente: a) dotación de recursos necesarios para profesionalizar la Policía y fortalecer el sistema judicial; b) sujeción de los militares a la justicia, para que en caso de ocurrir violaciones a los derechos de las personas, estos sean investigados y juzgados en tribunales de la justicia penal ordinaria; c) capacitación de las FF.AA. en Derechos Humanos para facilitar su interacción con civiles en tiempos de paz; y, finalmente, d) determinación de un plazo sensato, después del cual el mantenimiento del orden público deberá ser cedido completamente a la Policía.
El aporte militar puede mitigar momentáneamente el problema delincuencial, pero encierra riesgos significativos. Resulta imperioso entonces adoptar medidas que remedien radicalmente las condiciones que hacen que hoy se solicite asistencia militar para combatir el crimen.