Como era de esperarse, la revuelta policial de la semana pasada ha permitido que en el camino entre la práctica política y la propaganda se configuren una serie de teorías, que van desde un indiscutido golpe de Estado a una dramática confabulación dirigida a asesinar al presidente Correa. En realidad, resulta hasta cierto punto comprensible que el oficialismo trate de sacar beneficio de aquello, debiendo agregarse que cualquier otro régimen lo hubiese hecho, aun a costa de confundir conceptos.
El problema se origina cuando toda la discusión posrebelión se centra en la tesis gubernamental, ¿fue o no golpe de Estado, lo quisieron matar o no al Presidente, existen o no conspiradores?, relegando otros hechos que ameritan igual o mayor discusión y reflexión. Por ejemplo, la cadena de saqueos que se dieron a raíz de la sublevación policial, especialmente en ciudades de la Costa puede evidenciar una descomposición social, confrontada abiertamente con la idea de que la revolución ciudadana ha propiciado un clima de redención y tranquilidad que impediría cualquier demostración de descontrol popular, peor aún de saqueos y robos colectivos, por más ausencia policial que exista. Ahora hemos comprobado que esa tranquilidad social no solo que es un mito, sino que prendida junto a la delincuencia común puede ser detonante de graves consecuencias.
Otro tema que merece ser objeto de largo debate y análisis es la restricción informativa que el Gobierno ordenó el día de la revuelta, con el ánimo aparente de evitar un mal uso de las noticias. Honestamente y de lo que puedo recordar, en los últimos años de vivencia democrática no se había tomado una medida tan sesgada como la de imponer y obligar a los ecuatorianos a que el conocimiento de los hechos llegue exclusivamente a través de la versión oficial. Por más amparo legal que se le encuentre a dicha medida, constituyó un golpe bajo a las libertades ciudadanas, con mayor razón si la mayoría de ciudadanos tomó conciencia del grave desacato a la investidura presidencial a través de los medios de comunicación independientes, sin que se necesite una voz oficial que dé un perfil diferente a lo que era evidente.
En ese sentido, valdría la pena que el régimen se autocuestione sin excusas faroleras, en el sentido de que se impuso la restricción de información porque se sabía que la “prensa corrupta” estaba tras la sublevación policial o con lo que se quiere entender como un golpe de Estado. Si en algún otro país, específicamente Venezuela, existe un mal recuerdo por el comportamiento indecoroso de algunos medios cuando se dio el intento de golpe contra Chávez, hay que recordar que las experiencias políticas son para oírlas, no para asumirlas. Al menos en el caso de la rebelión policial, la versión oficial no nos hizo a los ecuatorianos ni más ilustrados, ni más prudentes ni más inteligentes. Simplemente nos recordó que nuestro acceso a la información fue un rehén más de las circunstancia. Y eso, aparte de que no fue justo, fue también afrentoso.