El empeño por construir una revolución no debería encaminarse con recursos palabrescos, ya que ese inmenso ofrecimiento crea una expectativa que, de no cumplirse o realizarse a medias, va a generar una gigantesca reacción de desesperanza y descontrol. En última instancia, los mandantes no necesitan discursos con apariencia de novedad sino realidades inéditas cuyas ventajas se vayan comprobando en la brega cotidiana. Luego de casi cuatro años de un gobierno que se proclama revolucionario, la calle, por ejemplo, es un estupendo lugar donde medir el impacto de los cambios que influyen sobre los valores que compartimos.

Si creemos que ya coexistimos bajo la gracia de una era nunca antes vista, ¿somos entonces más productivos en el trabajo, compartimos más tiempo con la familia y ejercemos más ciudadanía en los espacios públicos? La revolución no es hacer obras –este es un deber que los gobernantes deberían cumplir en silencio–; las revoluciones que perduraron propiciaron costumbres que, por un tiempo, hicieron un poco más justo el ordenamiento social. Pensémonos frente al volante o al timón: todos parecemos políticos –oficialistas o de oposición–: nos mofamos de la norma y apostamos por el abuso machista y la prepotencia de los pequeños poderes. La manera en que llevamos un auto nos califica como ciudadanos antirrevolucionarios.

Como casi todo lo que hacemos de manera habitual, conducir un vehículo exige una cultura de respeto hacia las personas y de apego a la vida propia y de los demás. Al involucrar a choferes y peatones, la calle es el escenario donde se manifiesta la sociabilidad y en la que se constata si las modificaciones estructurales se están plasmando para bien. ¿Hasta dónde, pues, se han revolucionado las calles? Porque las transformaciones sociales deben hacerse patentes en las esquinas por las que andamos. Y la incivilización –solo recuérdese la altísima tasa de accidentes de tránsito– aún sigue imperando en materia de circulación vehicular.

Los conductores ecuatorianos –ya sea que manejen un carro carísimo o uno destartalado– no ponen luces direccionales para anunciar un giro o un cambio de carril. No solo que aceleran en la luz amarilla sino que no importa el rojo del semáforo. No se inmutan si bloquean la bocacalle, impidiendo que prosigan los vehículos en la otra dirección. Les basta encender las luces de parqueo mientras, en doble fila, esperan orondos a quien hace un mandado. Los que hablan por teléfono celular pronto serán más que los que no lo hacen. Y aún llevan en la falda un perrito o un pequeño niño porque no hay autoridad que eduque y que ponga orden.

Los choferes, incluso si tienen la suerte de andar por una calle con líneas pintadas, no conocen aquello de mantenerse en fila. Los motociclistas, por su parte, ignoran que una moto es también un automotor y que tener solo dos ruedas no da derecho para abrirse paso entre los autos detenidos, rayándolos o quebrando los espejos. Manejar un vehículo demanda la formación de una conciencia social que podría fortalecerse un poco si –en vez de tanta propaganda oficial que solaza solo a los simpatizantes de Alianza PAIS– se difundieran mensajes constructivos que traten de civilizar la actitud de los conductores en las calles.