A menudo damos con hallazgos y revelaciones que nos abren los ojos ante un suceso. Entonces creemos estar en posesión de algo nuevo y nos sentimos armados con elementos para entender mejor el entorno natural. Espectacular en su anatomía, el ser humano es resultado de una impresionante evolución que le ha permitido una gran adaptabilidad para la vida y, al mismo tiempo, una gran discapacidad. El ojo humano, por ejemplo, que es un asombro tecnológico, es insuficiente para ver. Si se trata de observar lo que se nos escapa de la simple vista, requerimos de microscopios, lentes de aumento, rayos X, telescopios, satélites y ondas de radio.

Somos capaces de contemplar gotas de rocío, vellos, insectos, nubes, montañas, planetas y estrellas. Pero nada más. El libro Cielo y tierra: de lo visible, lo invisible contiene cientos de fotografías que exploran lo que existe más allá del ojo humano y que no podemos percibir, ya que necesitamos de una ayuda tecnológica que potencie nuestra mirada. El tomo nos revela lo que está bajo la superficie; lo que es invisible al ojo; aquello que está lejos de nuestro alcance en el planeta; el paisaje que se nos diluye en el espacio exterior y más allá de galaxias inimaginables en la vastedad del universo. Las formas que se nos esconden son deslumbrantes e increíbles.

Las partículas virales del VIH, aumentadas 360.000 veces, parecen un cuadro de Kandinsky. Con 48.000 mil aumentos, el espermatozoide en el momento en que penetra el óvulo luce como un volcán que estalla en una columna de humo. Una fotografía de 4.000 aumentos de un coágulo deja ver los glóbulos rojos atrapados por una redecillas para evitar el desangre. El pétalo de una rosa, sometido a 2.300 aumentos, se asemeja a una intrincada cadena montañosa. La superficie de la lengua, en una imagen aumentada 1.500 veces, es como un imponente bosque de espinas.

En este libro, de la editorial Phaidon, participan David Malin, astrofotógrafo, y Katherine Roucoux, académica especializada en temas científicos, y es otro testimonio que comprueba lo mucho que nos falta para llegar a entender la grandeza del orbe al que pertenecemos, al que pocas veces hacemos honor a su majestuosidad. Una telaraña, vista con 53 aumentos, es una mezcla de tecnología espacial y arte abstracto. Las huellas dactilares, con 50 aumentos, parecen un campo arado por un labriego laborioso. Sobrecoge el colorido de la redonda Tierra en el negro espacio, tal como la avistan los astronautas. El orden impecable del mundo que no vemos contrasta con el desorden en que moramos.

Una fotografía estroboscópica de una gota de leche que golpea un plato forma una corona que parece diseñada por un audaz joyero. Un cubito de hielo deshaciéndose, en una fotografía infrarroja, semeja un astro envuelto en capas de variadas tesituras. Las vértebras lumbares, en una radiografía, son armoniosas partes de un tótem tallado con esmero. Desde el satélite, entendemos la íntima conexión geográfica de Nápoles con el volcán Vesubio que arrincona al puerto contra el mar. El río Amarillo en China, a 5.500 kilómetros de altura, permite entender el contraste armonioso de los elementos de la naturaleza. Este libro hace notoria la ceguera ante tanto prodigio natural que nos rodea.