¿Cómo es posible que Dios, que ama tanto a la humanidad, permita un fenómeno natural tan catastrófico? Esa pregunta ya se la había formulado la Europa cristiana ante el terrible terremoto que destruyó Lisboa en 1755, que llevó inclusive a grandes pensadores de la época a cuestionar la idea de que Dios es amor y compasión. Hace pocos días, Pat Robertson, guía espiritual de millones de cristianos evangelistas en Estados Unidos, dijo que el terremoto de Haití ocurrió debido a que los haitianos tienen un pacto con el diablo que data desde la época de la guerra de independencia con Francia y que, debido a ese pacto satánico, recibieron tan devastador y ejemplar castigo.

En medio de la enorme tragedia de Haití, el delirio, o lo que es lo mismo la estupidez, no encuentra reposo. De acuerdo al Ministerio del Poder Popular y Comunicación de Venezuela, no Dios sino Estados Unidos sería el causante del terremoto en Haití, al haber ejecutado una prueba experimental que podría ser aplicada posteriormente en otros países del mundo como Irán. En otras palabras, el terremoto de Haití se trataría de un movimiento telúrico causado por el imperio del mal de forma experimental, propiciando adicionalmente la invasión paralela norteamericana denunciada por la ALBA y advertida por presidentes como Daniel Ortega, el ambiguo presidente nicaragüense quien adicionalmente acusó a Estados Unidos de aprovechar la tragedia para instalar sus tropas en Haití y conseguir una invasión disimulada y sistemática del país afectado por el terremoto.

Hasta que el paso del tiempo no mitigue el horror vivido por los haitianos, la humanidad seguirá buscando explicaciones acerca de las causas y razones de tanto sufrimiento.

Pero entre tanto dolor, vale también la pena destacar la permanente tragedia política que ha vivido esa nación caribeña desde su independencia, convirtiéndose casi en el ejemplo más claro de un estado fallido. Por esas extrañas paradojas que tiene el destino, Haití fue el primer pueblo latinoamericano que alcanzó su independencia en el año 1804, pero el problema es que al momento de la reflexión, Haití nunca formó parte realmente de la hermandad colectiva que supuestamente forja la Latinoamérica  hispana. Por eso es que Haití parece estar tan lejos, cuando realmente está tan cerca.

Me pregunto, ¿si oramos lo suficiente, Dios se apiadará de los ecuatorianos evitando que un terremoto de similar magnitud se produzca en ciudades como Guayaquil y Quito? Había pensado en ese punto coincidentemente antes de leer una información de la prestigiosa revista Forbes, que cita un estudio del año 2001, el cual ubica a las dos ciudades en la lista de las veinte más vulnerables del mundo ante un eventual terremoto (Quito ocupa el cuarto lugar y Guayaquil el decimotercero); luego me puse a indagar por curiosidad en internet y me entero que existen decenas de sitios que incluyen la posibilidad de que Guayaquil sea afectada por un terremoto ante la cercanía de importantes fallas geológicas. Naturalmente, los terremotos ocurren, no porque el Señor así lo programe ni tampoco lo impida, sino porque ocurren. Lo que nos toca es prepararnos o no. La diferencia, lamentablemente, se paga muy cara.