Una América Nuestra que recupera la sabia tradición y la sensata experiencia de los latinoamericanos es un basamento de los partidarios de la revolución ciudadana. Estamos destinados, pues, a asimilar las vivencias de aquellos pueblos hermanos que también han tratado de alcanzar las mismas conquistas que ahora nosotros anhelamos. Mas, en años recientes, en la selva lacandona se produjo una lección que no debemos perder de vista: de un discurso sostenido a partir de una violenta insurrección armada y popular se pasó a otro que redescubre que lo único que vale es la democracia. ¿Pero a qué democracia estamos apuntando?

El llamado a realizar transformaciones profundas se ha convertido en una enunciación cotidiana; por eso debe aclararse el carácter de la democracia, un concepto bien complicado por lo que encierra desde sus orígenes. Utilizado por autoritarismos de derecha y de izquierda, desconocemos si hablamos de lo mismo cuando nombramos a la democracia. Por eso consternan las actitudes de los asambleístas gobiernistas, en las discusiones sobre las leyes de Comunicación y de Educación Superior, que indican que ellos o no le apuestan a la democracia o mantienen creencias tan distintas sobre la misma que ya no se sabe a quién o a qué están sirviendo.

Las reglas de la democracia se formalizaron con los griegos; la práctica política, desde los tiempos antiguos, incluye la discusión, el sufragio, las leyes escritas, el voto y, especialmente, la definición de los conflictos gracias a luchas verbales. El debate es inherente a la democracia; para mantenerla viva se requiere de una apertura ante las proposiciones del oponente para que, en el ejercicio de la racionalidad, puedan ser medianamente asimiladas en aquello que también quieren lograr quienes momentáneamente ejercen el poder. ¿Y por qué tener el poder exige la responsabilidad de compartir sus alcances, incluso si lo han ganado de largo en las urnas?

Porque la democracia tiene que autocontenerse en el excesivo uso del poder. Por el contrario, el bloque gobiernista, infatuado por las votaciones alcanzadas en sucesivas elecciones, se muestra sordo y ciego, pese a esfuerzos de algunos asambleístas, frente a comprensiones que no son de su cosecha o interés. Parecería que existiera debate en la Asamblea, pero en realidad existe cerrazón para dar paso a argumentos distintos. Nuestros revolucionarios querían cambiar las estructuras, pero las lentejuelas de la estructura del Estado del que ahora gozan los han cambiado a ellos. Los luchadores de antes no se ven muy cómodos ahora con las prácticas democráticas.

El pensador francés Jacques Rancière, en el libro  El odio a la democracia, plantea que esta ya no supone la relación idílica del pueblo con un gobierno (en realidad, nunca ha sido así, ni siquiera entre los griegos que basaban su experiencia democrática en el esclavismo), y que vivir la democracia demanda entender que esta trae el caos de los que se quieren movilizar para ser escuchados y atendidos en sus demandas sectoriales: lo que provoca crisis en un gobierno democrático es la propia intensidad de la vida democrática. Para sobrevivir a esta complejidad es necesario dar a los otros el lugar que se merecen: los demócratas que no saben mirar y escuchar con atención pueden terminar odiando a la democracia.