El Gobierno Nacional ha expedido un Decreto (no publicado hasta la fecha en el Registro Oficial) que permitirá reemplazar las patentes de algunos medicamentos por licencias obligatorias, especialmente de aquellos fármacos que sean prioritarios para la salud pública según un listado que deberá elaborar el Ministerio del ramo, luego de lo cual los interesados  presentarán una solicitud para la aprobación del IEPI (Instituto Ecuatoriano de Propiedad Intelectual), quien deberá hacer constar, en el documento aprobatorio, las regalías que pagará el laboratorio al propietario de la patente. El propósito esencial es reducir el costo del fármaco al consumidor.

Como adquirente habitual de medicamentos de administración continua, puedo decir, con conocimiento de causa, que el propósito gubernamental de abaratar el precio de algunas medicinas luce acertado y va en beneficio de amplios sectores ciudadanos que requieren de remedios para atender sus patologías catalogadas como graves, peligrosas o de cuidado, aliviando el peso de sus gastos, lo cual cumple con la disposición constitucional que señala la prevalencia de la salud pública sobre las áreas económicas y comerciales.

Pero junto con la finalidad esencial del decreto gubernamental hay otros elementos a considerar como las posibles reacciones de las empresas transnacionales dueñas de las patentes por el desconocimiento que hace el Estado al goce de su invento, generalmente fruto de largas investigaciones que demandan ingentes sumas de dinero y aportes de muchos talentos. En otras palabras, en cada invento hay ingredientes de tiempo (años de pruebas) más inversiones de capital, junto con el trabajo de gran número de cerebros –el mejor aparato humano– para producir fórmulas magistrales que luego se comercializan en las farmacias. El desafío podría ocasionar que en el futuro no podamos acceder con facilidad a los nuevos inventos para combatir enfermedades de alto riesgo pues los grandes laboratorios farmacéuticos mundiales, al mismo tiempo que espacios científicos de innovación, son corporaciones mercantiles cuyos accionistas, como en cualquier empresa, exigen un dividendo por su inversión, por lo que no resulta tan fácil conjugar el fin altruista de la salud pública con el propósito mundano de lucrar.

El Decreto Ejecutivo tiene sustento en una norma que permite sustituir patentes internacionales por licencias obligatorias, pero mi preocupación, antes que provenir de una razón legal, que obviamente podrá ser esgrimida –como digo antes– por las empresas presuntamente afectadas, surge de una apreciación empírica pero real, y se reduce a dos dudas principales: 1) ¿Todos los laboratorios –aunque hay algunos muy confiables– cumplirán escrupulosamente con las especificaciones técnicas que el producto final exige de acuerdo con los protocolos respectivos? 2) Además de esa responsabilidad ética de cada empresario, ¿tiene el Estado suficientes controladores capacitados, honestos y eficaces para garantizar a los médicos y a los pacientes que será absolutamente confiable la producción de tales medicamentos? Porque conozco médicos que le insisten a los pacientes, aún a aquellos que deben hacer grandes esfuerzos económicos para adquirir productos de marca, que no usen genéricos porque su elaboración merece reparos, en la formulación y en la supervisión, y esta es una arista delicada del tema que el Gobierno debería garantizar para que su propósito tenga éxito y la población efectivamente se beneficie.