“¡Felizmente Ecuador se quedó y Argentina clasificó!”. Es más o menos lo que deben pensar este momento los jerarcas de la FIFA, los fabricantes de artículos deportivos, las grandes cadenas de televisión, los millonarios auspiciantes y el Comité Organizador del Mundial de Sudáfrica 2010. Son incalculables las pérdidas que todos los citados habrían sufrido con “un Mundial sin Argentina”. El mercado ecuatoriano es microscópico al lado del argentino y del mundial, más dispuestos a comprar la camiseta albiceleste y más deseosos de pagar para mirar al equipo gaucho, aunque en estas eliminatorias la calidad de su juego rara vez estuvo al nivel de su linaje.
Pragmática reflexión para quienes pensamos que el fútbol profesional que vende la FIFA es en primer lugar un espectáculo y un negocio.

Personalmente, empecé a sospechar que el Mundial no es solo un evento deportivo de aquella noche de 1978, cuando Argentina le ganó por 6 a 0 al magnífico Perú de Oblitas y Chumpitaz. Era exactamente el marcador que los dueños de casa necesitaban para acceder a la final en lugar del excelente y solitario invicto Brasil, en un Mundial donde se aplicó por única vez un curioso sistema de semifinales que finalmente favoreció al anfitrión. Hasta hoy se dicen muchas cosas respecto al inverosímil resultado. La copa fue el regalo que la dictadura militar argentina se concedió a sí misma y con la que indujo a su pueblo a desentenderse por el genocidio. En el nombre del deporte y del llamado  fair play,  el Estado transnacional de la FIFA jamás tuvo remilgos en hacer negocios con cualquier gobierno que juega sucio.

Desde los tiempos de Sir Stanley Rous, la FIFA ha difundido la práctica del fútbol en todo el planeta, y ha mantenido la competencia cuatrienal a la que invariablemente acuden los mejores… y los que convienen al negocio y al espectáculo. Este apostolado bien pagado ha multiplicado el número de clubes profesionales en todo el mundo y ha incrementado el número de regordetes televidentes que prefieren mirar el fútbol en lugar de practicarlo, comiendo pizza, bebiendo cerveza y cultivando un infarto. En esta política, el papel determinante del arbitraje en los resultados ya no es tan evidente como cuando Mussolini ayudó a Italia a ganar su primer Mundial. Hoy la incidencia del arbitraje es menor, pero sobre todo sutil: consiste en producir durante 90 minutos el clima psicológico que conducirá al “síndrome del gol en el minuto 94”, anotado como sea para beneficiar a los favoritos, según nos consta.

Al final nos eliminamos por nuestra propia incapacidad; hemos mejorado muchísimo, pero no tanto como para estar en todos los mundiales. Nuestra ineficacia fue apenas mayor que la del equipo argentino, pero al mercado le interesa que la cara de Lionel Messi venderá más boletos, pasajes y artículos deportivos que la de nuestro Antonio Valencia. Adicionalmente, el técnico argentino y su histeria de  prima donna  harán las delicias de los medios y sus consumidores, mejor que la andina circunspección de nuestro querido Sixto Vizuete, quien pasó en media semana de héroe a villano para nuestra casquivana afición. Fin de fiesta, volvemos a la normalidad esperando un Mundial sin nosotros, con los mejores… y con Maradona.