Estudiando todas las filosofías con la preocupación que caracteriza al agnóstico humanista, me inclino más y más hacia el cristianismo porque sus preceptos básicos se convierten en normas coherentes más allá de todas las fallas que puede tener la Iglesia. Dejé de exigir perfección a los ministros de Dios simplemente porque son humanos. Los discípulos escogidos recibieron reproches cuando se durmieron mientras Jesús sudaba sangre en Getsemani. Se fueron en estampida cuando detuvieron a su líder. Pedro renegó tres veces, luego lloró con amargura. Recomiendo la lectura del libro de John Mac Arthur: Doce hombres comunes y El caso de Cristo, de Lee Strobel. Pedro era impulsivo, arrojado, irreflexivo extrovertido. A tal punto llegó que recibió una retada muy fuerte relatada por Mateo (16: 22-23): “¡Quítate de adelante, Satanás! Un tropiezo eres para mí porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres!”. Tomás era incrédulo: (“Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo sabemos el camino?”). Santiago y Juan eran impacientes. Cuando unos samaritanos niegan posada a Jesús, le preguntan: “Señor, ¿quieres que mandemos que el fuego caiga del cielo y los consuma?”; reciben una buena reprimenda.
Precisamente porque aquellos apóstoles eran seres humanos simples llenos de buena voluntad, porque las normas de amor al prójimo son impecables, porque dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, reconfortar al enfermo, visitar al preso constituyen una ética absoluta, porque existe aquella insistencia en decirnos que debemos recuperar la inocencia y la pureza de los niños, me acerco más y más a la filosofía evangélica. Observo mucho a los cristianos, sobre todo a quienes viven su fe con entereza “no juzgan a nadie para no ser juzgados”. Me interesa saber en qué se convierten cuando comulgan, salen del templo. Encuentro allí un camino posible, una vía coherente. Me atrevo últimamente a acompañarlos en sus ceremonias, participar de ellas. El ser humano no puede quedarse de brazos cruzados preguntándose por qué hubo un Beethoven, un Mozart, un Bach, milagros constantes en el ser humano como en la naturaleza, entonces hay que escoger una creencia positiva. Es la famosa apuesta de la que habló el filósofo Pascal.
Creo en la bondad, en la ternura. El amor no sabe de fronteras, razas, edades, diferencias sociales, color de piel. Quisiera ser un mejor ser humano, consciente de mi condición mortal, mi absoluta insignificancia, mis errores o debilidades. Creo a pies juntos que la felicidad solo se consigue haciendo felices a los demás, que resulta muy fácil caer en las trampas del intelectualismo estéril o petulante, negarlo todo, pensar que nuestra libertad individual es absoluta. Creo que el peor pecado es lastimar voluntariamente. Entonces intento restar importancia a todo lo que puede envenenar mi alma, dejo a un lado a quienes odian, desprecian, oprimen, explotan, desean para sus semejantes las peores cosas. Sueño con otra vida en la que nos revelen las razones de todo lo que no pudimos entender con nuestra mente tan limitada: la existencia del mal, la muerte de los inocentes, el sufrimiento. Si somos finitos, ¿cómo podemos abarcar lo infinito?