Según  El Corán  serán “jardines con palmeras, frutas que bajarán cuando lo deseemos, vírgenes de  cándidas miradas, ojos grandes, copas  deliciosas”.

Luce sensual, tentador, limitado para quien exige  beatitud absoluta del alma. Los cristianos imaginan un oasis de felicidad  en compañía de Dios mientras el infierno aparece como  lugar de sufrimiento eterno difícil de concebir para quien cree en  una divinidad pronta al perdón. El poeta francés Baudelaire se conformó con paraísos artificiales en los que imperaba el uso del opio y demás estupefacientes. La felicidad se hallaba en  la evasión, viajes hacia la nada: “Para no ser esclavos martirizados del tiempo, embriáguense de vino, de poesía o de virtud, como mejor les parezca”.

Aquí no puede existir un paraíso realmente estable. Alcanzamos la cima del placer, exaltamos sensaciones, disfrutamos emociones, desatamos pasiones, mas, estamos expuestos a desintegrarnos como el cristal, burbujas prepotentes. Intentamos coleccionar momentos, atesorar instantes, vivir con intensidad el presente. Vemos cómo a nuestro lado desaparece un familiar, muere un amigo, pasamos entre las gotas, guardamos la ilusión de que son los demás quienes contraen cáncer, se embarcan en el avión equivocado, se encuentran en las Torres Gemelas, son  víctimas del asalto callejero, el secuestro  express.  Lo que más nos puede aterrar es aquella incertidumbre en cuanto a la duración de nuestra vida, pues no fallecemos necesariamente  en el orden  previsto. La vida no es lógica.  Entre los niños de Solca, encuentro  rompecabezas que solo el posible Dios podría justificar. Pienso en el pequeño Huber en estado de coma, paralizado en la mitad de su  cuerpo, admiro la fe  de su madre que sigue pidiendo a Dios el eventual milagro más aún cuando el esposo acaba de morir asesinado por resistirse a un asalto.  El vacío que leo en la mirada de los autistas,  los parapléjicos, me llena de rebeldía, de impotencia. No se puede vivir feliz mientras ochocientos cincuenta millones de personas padecen hambre en el mundo, treinta millones tienen sida. Entonces olvidamos, cerramos los ojos, apagamos la conciencia mientras se desbocan los noticieros de la televisión. Las travesuras amorosas de un “famoso” llegan a ser más importantes que el  deterioro del planeta. Sé que la gotita de amor que regamos en vida es insignificante pero lograr que un niño autista nos llame por nuestro nombre, nos diga “te amo”, simplemente sonría, puede proporcionarnos una emoción que se parece en algo a la trémula felicidad. Conozco a muchas personas que hacen su trabajo de hormiga: cuerpos de voluntariados, monjas, sacerdotes, médicos, cirujanos, asistentes sociales, jóvenes idealistas, viejos soñadores, seguidores de Cristo, de Confucio, de Gandhi, del Dalai Lama.

Sé que frente al odio, a las guerras, a los conflictos que ponen en peligro la supervivencia de los humanos se yergue el amor: testarudo como una mula, terco, obstinado, llevado a perdonar, a devolver bien por mal.  Existen dedos que aprietan gatillos, disparan metralletas, pero también  manos que acarician, apaciguan, tranquilizan, rezan, se juntan, se abren. Si podemos hacer feliz a alguien aunque sea por un instante, estamos recorriendo el camino que lleva al tan frágil paraíso.