José Mejía Lequerica frisaba los 35 años pero era ya un erudito en los campos de la medicina, la historia, la jurisprudencia, la teología y las ciencias naturales. Como diputado por el Virreinato de Nueva Granada, le tocó actuar en las cortes de España, en momentos en que la metrópoli era invadida por las tropas napoleónicas. En tales circunstancias, por vez primera, España abría las puertas de las cortes a diputados de las colonias americanas.
De hecho, una de las más apremiantes tareas de las cortes era formular una nueva Constitución política que permitiera superar el retraso que España sufría en muchos aspectos. Entre ellos, la falta de libertad de imprenta. Las publicaciones estaban sujetas a una pertinaz, arbitraria y peligrosa censura.
Se había presentado a discusión un proyecto de libertad de imprenta. En las cortes fungían de diputados buen número de religiosos, así como conservadores fanáticos que se oponían inflexiblemente al proyecto. El diputado Morres, verbigracia, sostenía que “la libertad de prensa era una institución detestable por ser opuesta a la religión católica”.
Mejía, que a la sazón descollaba ya como uno de los diputados más capaces y de extraordinaria oratoria, dio larga y sostenida batalla. Argüía: “Sujetar a un autor a que no imprima sus libros sin que los censuren primero y los censuren con intervención y de orden de los mismos jueces, que pueden detener las obras que estimen o afectan estimar malas, jueces que a los que declaren autores de ellas han de castigar ellos mismos con las más formidables e infamatorias penas, esto es y será siempre sujetar las ideas y los deseos, las fatigas y la propiedad, el honor y la vida de los desdichados autores al terriblemente voluntarioso capricho de los censores”.
Encaró a los propios diputados. Dijo: “Y vosotros, venerables representantes de la soberanía del pueblo; vosotros, los que habéis aceptado que el pueblo es el origen y el término, el regulador y el juez inapelable de vuestra representación popular, avergonzaos, os ruego, de no haber ya pedido para ese vuestro constituyente, vuestro maestro y vuestro redenciador, al menos una parte de la inviolabilidad que os habéis decretado para vosotros y que yo (como que soy y me apellido popular) exijo de vosotros para ese mismo pueblo, desde que sea pueblo escritor, pueblo de autores”.
Advirtió a los diputados, ante la cerrada negativa de algunos, que tratarían “aún de establecida (en la Constitución) de atacarles de miles maneras… Es pues obligación de defenderla… y este precioso deber incumbe más a los diputados de América… establecer sobre bases inalterables aquel seguro asilo de la justicia, la libertad y las luces”.
Habló, expuso los mejores argumentos, recurrió a citas históricas y, el alto hito de su combate político, en la Constitución de 1812, se proclamó la libertad de imprenta.