| Fotos: Víctor ÁlvarezAquella noche velaron un muerto en Bellavista. En Cauchiche decían que había fallecido de viejo, de achaques, porque sus huesos se habían cansado de existir. Sin embargo, lo que más interesaba aquel 14 de agosto era que nadie apagaría el generador que cada día, entre las 18:00 y 22:00, permite que los pobladores de los recintos de Bellavista, Estero de Boca, Cauchiche y Subida Alta, al oeste de Puná, puedan encender sus rutinas a punta de focos, televisores y equipos de sonido. Aquella noche nadie apagaría el generador para que los familiares y amigos del muerto, los más queridos, los compañeros de toda su vida, pudieran velarlo como Dios dispone: con luz intensa para mirar el brillo de sus lágrimas. La electricidad siempre ha sido un problema en esta isla de 920 km² enclavada en la entrada del golfo de Guayaquil, como si fuera una nuez flotante repleta de higuerillas, mullullos, guayacanes, algarrobos, palmeras y playas infinitas. Por eso me siento casi afortunado de que mi noche en Puná quede libre de aquel apagón diario que es parte de un estilo de vida rústico, humilde, casi salvaje, pero también natural, relajante y gratamente inspirador. Flotando con delfinesUn velatorio lejano permitió que mi noche en Puná tuviera una luz permanente que observaba a unos 400 metros de distancia, desde el calor de la fogata que encendí a dos metros de mi tienda de campaña, asentada en un oscuro sembrío de palmeras jóvenes de cuatro años de edad y cuatro metros de altura. La luna parecía encenderse entera en el cielo algo nublado. Allí mismo, con la mirada pendiente a las lenguas de fuego y a un par de focos prendidos a la distancia, en la casa de mis anfitriones (la familia Parrales), cerraba a eso de las 23:00 un día de personajes mágicos, animales con costumbres extrañas y caminos sembrados de historias, carencias y esperanzas. Puná es un laboratorio viviente para observar cómo funciona la naturaleza en su estado más puro, aislada del continente como en un arca anclada a una hora de navegación desde la población de Posorja, cerca de Playas. Allí la experiencia turística comienza con el avistamiento de delfines nariz de botella. “Si no veo delfines no le pago”, le dijo un turista cuencano a Francisco Parrales, guía puneño que le contestó jocosamente: “Pero si ve muchos me paga el doble”. Bien hizo el azuayo en aceptar el comentario solo como broma, porque a los quince minutos de navegación los delfines comenzaron a asomarse en feliz y revoltoso cardumen de lomos grises, trompas alargadas y saltos espumosos. “Nunca pensé que fueran tantos; nunca pensé que fueran tantos”, repetía la esposa del viajero, quien se maravilló de la experiencia como parte de un grupo de veinte familiares y amigos con edades que fluctuaban entre 3 y 58 años.Los delfines parecían silbar. Los navegantes contestaban con chiflidos. El motor fuera de borda sumaba su ronroneo avanzando hasta las llamadas Islas de los Pájaros, dos peñascos habitados por miles de pelícanos y fragatas revoltosos. Las aves se agitaban volando de un lado al otro, de una piedra a otra, de un espacio al otro, quizá exhibiéndose ante los humanos o evitando sus miradas. Una línea de vidaPuná comenzaba a mostrarse en el horizonte brumoso como una línea de grises y caobas que dividía el cielo celeste y el océano verdoso. A medida que nos acercábamos, las colinas perdían timidez exhibiendo sus curvas en una bruma que poco a poco dejaba divisar una playa larguísima pisoteada por manadas de chivos y niños juguetones. Cuando la marea está alta, como aquella tarde, el ingreso a Cauchiche es a través de un estero angosto que serpentea a lo largo de un bosque de manglar habitado por iguanas marinas y pequeños muellecitos de camaroneras. Cuando la marea baja seca el estero, cada seis horas, los pasajeros deben bajarse en la playa para a lomo de mula llevar sus cargas, generalmente alimentos, hasta sus hogares. La vida aquí transcurre atendiendo el cambiante humor del estero. ¿Qué conocer primero: el pueblo o la playa? Dos opciones que bien valen las dos horas de viaje por carretera desde Guayaquil y la hora de navegación desde Posorja. “Muchos turistas se quedan solo para ver el atardecer, es hermoso”, me decía Parrales en el bote. Allí estaba una tercera experiencia por descubrir, mientras que pasar la noche acampando entre los cocoteros completaba mi cuarteto de aventuras isleñas. El pueblo de los aparecidosEl desembarque se cumplió en el pequeño muelle atrás de las tres hectáreas de la familia de Francisco Parrales, un puneño de bigote profuso y trato amable que se educó en Guayaquil, pero que regresó a la isla para operar sus dos botes transportando a pobladores y turistas. “Llevamos tres o cuatro años intentado atraer a los viajeros, pero recién en estos meses podemos verlos realmente; antes muy pocos venían a Puná”, comentaba durante una caminata por este pueblo de unos 300 habitantes que cumplen sus rutinas entre calles sin asfalto, colinillas sinuosas (hay sectores que podrían llamarse Lomas de Cauchiche, ¡muy chic!) y casas de madera cercadas por ramas de mullullo, un árbol tan común que crece como maleza en el bosque. Es simple la geografía del pueblo: propiedades de media, una, dos o tres hectáreas de terreno con una casa de madera o mixta y un patio agitado por gallinas, chanchos, chivos y, siempre, un burro que funciona como el auto de la casa (solo dos vehículos motorizados recorren los recintos: una camioneta azul y una furgoneta que destartalada transporta pasajeros sobre los caminos de tierra). El centro o downtown de Cauchiche es una plaza del tamaño de una cancha de índor (me fijo mejor y ¡es una cancha de índor!) en cuyos costados funciona una iglesia que reparte bendiciones solo durante las dos visitas mensuales que religiosamente les brinda el párroco de la cabecera parroquial, llamada Puná Nueva, al norte de la isla, quien está a cargo del templo. “Pero Dios nunca nos abandona”, me confiaba una señora frente al portón cerrado. A unos treinta metros está la escuela John F. Kennedy, donde se educan unos ochenta niños de diversas edades con un profesor de Playas que llega cada domingo y se marcha el viernes. El centro médico completa el trío de necesidades básicas y espirituales de la comuna, en donde labora permanentemente un enfermero guayaquileño que para suerte de los pobladores se enamoró de una chica local. Sagrado matrimonio que ahora les permite una atención profesional en caso de dolencias menores, aunque las graves son tratadas por el médico que junto con un odontólogo llega dos días a la semana traídos por el Seguro Social Campesino. ¿Necesidades en Puná? Sí golpean. Pero la autoestima de los habitantes permanece intacta. Y también su buen humor. Calles limpias y rostros amables que mantienen la sonrisa ante los extraños. No sucedía así hace unos ocho años, cuando el boom de la pesca de larvas de camarón para las camaroneras locales provocó que mucha gente del continente llegara con las malas mañas de la ciudad. Hubo robos, hubo riñas, también inseguridad, pero ya no más. Todo se apagó con la mancha blanca y solo se quedaron los puneños de cepa, tan tranquilos como la brisa que nos acariciaba en esa tarde.El tiempo parecía correr mientras recorríamos los caminos de la comuna, pero por un momento mágico quizá se detuvo bajo la sombra de un árbol de cascol. Allí coincidimos con una espontánea reunión de amigos. “¿Mitos en Puná? Claro. Aquí el ‘muerto’ se aparece de mil formas”, decía Teófilo Antón Cruz (45 años), quien hace unos veinte años vivió dos semanas de espanto. “Al caminar sentía que me seguía un espíritu malo. Era la muerte atrás mío. Hasta los animales huían. Pero un primo lo espantó con insultos”. Una vez, su compadre Rosendo Mite (66) vio en el bosque a dos Tintines peleando, aquellos duendes con los pies virados que silban para enamorar a las mujeres velludas, según cuentan. Quizá peleaban por una “hembra”. Los Tintines son enamoradizos. Como cuando otro se quería casar con una jovencita local que amanecía mordida por aquel personaje. “Sucedió hace muchos años. Hay Tintines machos y hembras. Las hembras buscan a los hombres velludos”, explicaba Mite. El Pirata Briones es otra leyenda local. Era un bandolero que saqueaba pueblos y raptaba a un hombre para que enterrara su tesoro. Cumplido el trabajo, Briones mataba al rehén diciéndole: “Aquí te quedas cuidando”. Animales insólitosEsas almas deambulan por la isla, que a decir de los pobladores arropa los tesoros del Pirata Briones. Aunque en la superficie otros “tesoros” toman formas insólitas, como la de aquellos animales (¿ya mencioné a los burros, chanchos y chivos?) que nunca conocieron a sus parientes del continente. Por eso nunca les dijeron a los burros que su alimento no está en las alturas de los árboles; eso evitaría que esas bestias con pretensiones de jirafa se empinaran en sus dos patas traseras para arrancar los frutos de los algarrobos.Los chanchos aquí aislados también ignoran que los cangrejos y los barquillos (otro crustáceo) no forman parte de su dieta, por eso se los ve haciendo agujeros en la playa buscándolos, como aquella hembra que sacó la cabeza del hoyo para mostrarme su cara con arena. Parecía que llevaba una máscara. Los chivos tienen aspiraciones de humanos adolescentes. En el día pasean en pequeños grupos hasta caer la noche, momento en que se despiden para cada uno buscar el patio de su propia casa. Claro que si alguno se tarda mucho, el dueño va a buscarlo a la vivienda donde residen los mejores amigos del animal. Sabe que allí lo encontrará.Rumbo a la nocheLos dos kilómetros de playa lucen largos y amplios con la marea baja. Es una alfombra de arena gris con minerales oscuros y brillantes que reflejan un sol que comienza a esconderse. Me topo con una joven pareja que escapó de Guayaquil para vivir su romance en la intimidad de la isla. La chica posa de espaldas. Suena el ¡clic! de mi cámara. No quiere que la reconozca su familia en la ciudad de grandes edificios y grandes chismes. Ni siquiera los comerciantes locales lograron descubrirlos. Ese jueves, la docena de rústicas cabañas no atendió al público, porque solo operan los fines de semana y cuando se anuncia la llegada de un grupo de viajeros, como la treintena de jubilados de Guayaquil que suelen llegar cada semana traídos por un dirigente que confía en este destino para el sosiego. Turistas así traen trabajo y alegría a la isla, que en pleno ocaso se llena de colores naranjas sobre un océano transitado por barcos pesqueros y buques de contenedores de diversas banderas que van y vienen del puerto de Guayaquil. Es la hora de la paz. Las gaviotas aletean sobre el océano y bajo un sol que termina de ocultarse. Pocos minutos después ya había trasladado mi carpa veinte metros hacia el cercado sembrío de palmeras y logré encender las lenguas de fuego de mi fogata, todo esto con el arrullo de las olas. Luego me senté en el suelo y me quedé inerte, silencioso, casi desvanecido en medio de una oscuridad que también se interrumpía a unos 400 metros con esos dos focos encendidos en el portal de la casa. Pensé que esa luz no venía de la tecnología. Tampoco de la electricidad. Bajo la luna llena quise comprender que era el regalo póstumo de aquel muerto que era velado en la comuna de Bellavista. Informes sobre guías, transporte y campamento: Francisco Parrales, presidente de la Asociación Pelícano, 09-710-3462, 252-9234.