Había hecho de todo, trepado escalones del oficio desde banderillero, mozo de espada, picador. Recordaba aquella época en que, montado en un caballo, manejaba la vara con puya metálica, produciendo desgarramientos de los tejidos. Taladraba con ahínco, hacía peso con su cuerpo mientras el toro intentaba derribar su montura. Había, como mozo de espada, proporcionado al torero capotes, capas, estoques, actuado en el segundo tercio de banderillas, acostumbrado al ballet que lo mandaba a correr hacia el animal, esquivarlo mientras hundía aquellos palos adornados con papeles de color, armados con lengüetas de hierro que clavaba en la cerviz mientras rugía el público. Recordaba aquella alternativa cuando siendo lidiador de novillos un famoso torero lo había elevado a su mismo rango.
Gozaba de simpatía por la sencillez con la que trataba a mulilleros, areneros, monosabios, rejoneadores sin marcar diferencia. Le daba igual estrechar la mano del presidente, de los alguacilillos. Practicaba su oficio, acariciaba en su casa aquel estoque de casi ochenta centímetros. Para que la muerte fuese instantánea, había que llegar al corazón del toro, clavando entre los omóplatos, lo que requería precisión. Le había sucedido, bajo pifiadas, tener que reincidir sin éxito hasta que un mozo de la puntilla, con puñal corto, seccionase la médula del animal. Aquel descabello traía vergüenza.
Pero aquel día, desde el momento en que se levantó, experimentó emociones insólitas, sintiéndose desganado. Al tomar conciencia de la palabra se puso a reír pues podía significar llanamente privado de ganado. A pesar de la oración a la Virgen, aquella señal de la cruz antes de ingresar al ruedo, la medallita mágica que besaba antes de cada lidia, una sensación de angustia inexplicable le llenaba el corazón.
Entró con los matadores seguidos de sus cuadrillas, dio el paseíllo: orden casi litúrgico, rito sagrado, tercio de varas, suerte de capote, tercio de banderillas, así sucesivamente hasta la estocada final.
Cuando el rejoneador acosó al toro contra la barandilla, hundió la garrocha con punta de acero de tres filas, el matador sintió en su propio cuerpo la herida, hasta pensó que saldría sangre, pero su vestido de luz era intacto. Luego le llegaron como saetas las banderillas una tras otra, tuvo muecas de dolor que pudo notar el público mientras la plaza hervía en gritos. Tomó riesgos como nunca, olvidó el alboroto del mundillo, aquel peso inmenso en sus espaldas experimentado al ponerse el capote de paseíllo, se arrodilló frente al morro, la sangre manchando sus lentejuelas. Fue complicidad, vals de muerte, tango de fatalidad, pasodoble entre fanfarrias.
Llegó la estocada, gestualidad de suspenso, levitación hasta las puntillas, espada horizontal, apunte hacia el lugar donde se hundiría con fuerza, lenta caída hacia ovación o pifiada. El toro, cabizbajo, clavó sus inmensos ojos en los del torero, se desplomó fulminado. El público, entre mordidas a la hamburguesa, el perro caliente, celebró aquella complicidad entre dos seres dispuestos a morir por la limosna del griterío, el obsequio de un rabo, un par de orejas. Cuando le preguntaron a Einstein lo que opinaba de la civilización europea, contestó el sabio: “No sería una mala idea”.