Un buque está en el puerto para prepararse, abastecerse y luego zarpar para cumplir con el destino para el cual fue creado: conocer mundos, buscar otros rumbos, trazar nuevas rutas y luego retornar a su puerto de origen para recibir los aplausos por las millas navegadas. Los hijos son así, tienen en sus padres un puerto seguro, hasta que se tornan independientes; por más seguridad, protección o bienestar que puedan sentir junto a sus padres, los hijos nacieron para surcar los mares de la vida, correr sus propios riesgos y vivir sus propias aventuras. Cierto es que llevarán consigo los ejemplos adquiridos, las enseñanzas del colegio, pero lo más importante estará en el interior de cada uno, en la capacidad de saber ser felices, a sabiendas de que la felicidad presupone búsquedas y conquistas, porque no es algo que se guarda en un escondite para ser dado o transmitido a alguien.
El lugar más seguro para el buque es el puerto, pero no fue construido para permanecer allí. Los padres piensan que serán el puerto seguro de los hijos, pero no pueden olvidar que deben prepararlos para navegar mar adentro y encontrar su propio lugar, donde se sientan seguros, con la certeza de que construirán otro puerto para nuevos seres (los nietos). Nadie puede trazar la ruta de los hijos, pero sí importa el equipaje repleto de humildad, solidaridad, honestidad, disciplina, gratitud y generosidad. Los padres pueden querer que siempre sonrían sus hijos, pero no pueden sonreír por ellos; pueden desear su felicidad, pero no pueden ser felices por ellos. La felicidad consiste en tener un ideal para buscar y la certeza de estar navegando en mares abiertos, con rumbo y marcación hacia ese logro. Los padres no deben seguir la travesía de los hijos, y los hijos nunca deben descansar en los logros que los padres alcanzaron. Los hijos se hacen a la mar desde el puerto a donde llegaron sus padres. Como los buques, ellos parten en busca de sus propias conquistas y aventuras.
La felicidad más grande de los padres es poder gritar “hijos, buen viento y buena mar” y saber con certeza que engendraron y formaron diestros navegantes que al abandonar el puerto-refugio hogareño saben que el timón está en sus manos e impresos en su corazón los códigos secretos del buen vivir y mejor esperar.
Las nuevas hornadas de bachilleres ecuatorianos llevan en sus hombros el peso de una responsabilidad mayor consigo mismos y con la patria. Se espera de ellos que sean ágiles de mente, fuertes de voluntad, amantes de la solidaridad, defensores de la justicia, sordos a los cantos de sirena que con falacias pintan una patria fácil a la orden de todos, valientes para defender el honor de sus familias y de la patria chica que los vio nacer.