El mejor consejo que puede darse a quien tenga la intención de visitar la India es que tres meses antes se matricule en un curso de yoga o de meditación trascendental, pues resulta la única forma de mantenerse en un profundo estado de nirvana frente a los cientos de vendedores ambulantes que se le abalanzarán y lo perseguirán apenas ponga un pie fuera del hotel.Nuestro viaje de un mes empezó en Delhi, ciudad de 1.500 km² de superficie y 13,7 millones de habitantes. Los soportales circulares de Connaught Place (cuyo verdadero nombre es Ravi Chowk) constituyen el corazón de Nueva Delhi. Los británicos concibieron estos pasajes en columnas, separados por tres arterias concéntricas bordeadas de locales comerciales, entidades bancarias, restaurantes, puestos de venta y cines, conforme a los cánones del estilo victoriano.El Viejo Delhi se encuentra al norte de Connaught Place. La ciudad histórica, capital de la India musulmana entre los siglos XII y XIX, tentacular mercado de callecitas laberínticas, se extiende entre la calle Chandni Chowk, el Fuerte Rojo y la mezquita Jama Masjid, la más grande del país.Detrás de los muros de color rojo, a los que el fuerte debe su nombre, se encuentra un conjunto de magníficos jardines y estanques donde se levantan varias salas de audiencia. En estos recintos de mármol blanco y techos de fina pedrería, los soberanos presidían las audiencias públicas o recibían a sus consejeros más cercanos.No obstante, lo que más llama la atención en Delhi, fuera de sus imponentes monumentos arquitectónicos, tanto antiguos como modernos, es la densidad del tránsito.A lo largo de sus calles, dado que las aceras han desaparecido bajo un sinfín de puestos de venta, desfilan transeúntes, buses, vehículos particulares, taxis, triciclos motorizados, ciclo-rickshaws –especies de carritos tirados por una bicicleta–, motos, vacas, cabras, camellos y, a veces, elefantes.La mayoría de los semáforos no funciona, en razón de los frecuentes cortes de electricidad, contrariamente a los radares que en las grandes avenidas no cesan de fotografiar a los vehículos con exceso de velocidad.Una noche regresábamos a nuestro hotel, y el conductor del triciclo motorizado sobrepasó en unos 200 metros el lugar donde debía dejarnos. Sin el más mínimo titubeo rehizo el camino en dirección prohibida, ¡estábamos en una de las arterias de mayor circulación de la ciudad! Otra de las características de los conductores hindúes es que sin los bocinazos no podrían sobrevivir.En cierta ocasión contabilicé doscientos en un recorrido de menos de veinte minutos. Las vacas que descansan y rumian apaciblemente en medio de las calles nunca sufren este tipo de molestia sonora. Los vehículos simplemente las evitan con una maniobra de volante.Tras una semana en Delhi emprendimos nuestro recorrido en tren por el Rajastán, el mayor de los estados del noroeste de la India. Catorce horas de viaje nos llevaron a Jodhpur, conocida también como La Ciudad Azul. Desde lo alto del fuerte de Meherangarth se entiende por qué la urbe ha sido llamada así. La mayoría de las casas están pintadas de ese color.Inicialmente, esta particularidad servía para diferenciar las viviendas de los brahmanes (casta de los sacerdotes, los maestros y los hombres de ley). Pasados los años, la costumbre se mantuvo porque se creía que el azul conservaba la frescura en el interior y espantaba los mosquitos.<strong>Fantasía<br /></strong>Al día siguiente alquilamos un carro y partimos hacia Mandor, la antigua capital del estado Marwar. Un parque rodea los monumentos funerarios de quienes fueran sus soberanos. Entramos en uno de ellos y nos sentimos transportados al mundo de Kipling y su Libro de la selva.Los monos brincaban de una columna a la otra, de un nicho al otro, solos o con su cría aferrándose a su pecho. Seguimos camino hacia Osian. El trayecto es algo largo y mi sobrino de 13 años, con quien viajábamos, se empezó a aburrir porque el paisaje se iba volviendo desértico. Le propuse que aprendiéramos a contar del uno al cien mil en hindi, una de las lenguas más habladas (entre las quince oficiales), sobre todo en el norte y el centro de la India.Al llegar a nuestro destino decidimos poner a prueba sus recién adquiridos conocimientos. Como, por el hecho de ser occidentales los precios aumentan de inmediato, le pedimos que nos negociara en hindi la compra de una botella de agua. Al fifty (cincuenta, en inglés) rupias, él respondió bis (veinte, en hindi) rupias. Asombro del vendedor y de quienes escuchaban la negociación. La noticia cundió y en pocos minutos el pueblo se había arremolinado a nuestro alrededor.Todos querían verificar el dominio matemático que mi sobrino tenía de la lengua. Aplausos generales cuando salió airoso de la prueba. Tras ello siguió el concebido apretón de manos. Para los hindúes, dar la mano a un occidental trae buena suerte. Hubo ciudades en que los tres parecíamos actores de cine en gira promocional.Esa misma noche proseguimos nuestro itinerario en autobús. En la madrugada llegamos a Udaipur, una de las ciudades más bellas del Rajastán. En el centro de su hermoso lago se yergue un palacio, hoy convertido en hotel. Después de visitar templos y monumentos decidimos errar por sus callejuelas y pasearnos a orillas del lago. El azar nos llevó a una de las múltiples tiendas.Debíamos comprar una túnica y dos blusas que nos habían encargado unos amigos de París. Al no tener el modelo en el muestrario nos propusieron escoger las telas y hacernos a medida en menos de dos horas lo que necesitáramos. El resultado fue impecable.<strong>Cinéfilos<br /></strong>El siguiente tren nos condujo a Jaipur, La Ciudad Rosada. La guía turística, que consultamos rara vez, aconseja ir a Raj Mandir, una sala de cine cuya decoración se asemeja a una inmensa torta de cumpleaños de quinceañera mexicana. La descripción se queda corta, la más kitsch de las tortas cumpleañeras no puede sobrepasar esta desbordante decoración blanqui-rosada de confitado merengue.Acudimos a la sesión de las nueve de la noche. No dejó de sorprendernos encontrar familias enteras, a veces incluso con bebés en brazos. El cine tiene aforo para unas 1.500 personas y todas las butacas están numeradas.Mi sobrino me preguntó si la película era en inglés o en hindi, si estaba doblada o subtitulada. No le respondí porque ni siquiera sabía qué cinta íbamos a ver.En la pantalla apareció Shak Rukh Khan, la gran estrella del cine de Bollywood (Hollywood hindú), y el público comenzó a delirar: aplausos frenéticos y gritos de emoción. En Chak de India, película solo en versión hindi, él encarna al capitán nacional de un equipo de jockey acusado injustamente de traición. Un coro de 1.497 voces se elevó para abuchear a los ‘malos’ que habían provocado su expulsión definitiva de la selección hindú.Cuando la tensión dramática disminuyó, los asistentes comenzaron a telefonear desde sus móviles, a abrir sus computadores portátiles y a jugar con sus game boys. Por supuesto, los bebés sintieron que llegó su hora de llorar.<strong>Belleza arquitectónica<br /></strong>Partimos al día siguiente hacia Amer. Los veinte minutos de recorrido entre la explanada y el fuerte los hicimos a lomo de elefante. En la tarde tomamos un bus rumbo a Agra y su famoso Taj Majal.Hasta esta parte del recorrido nos habíamos comportado como perfectos ciudadanos latinoamericanos: ante cada ofrecimiento, o mejor dicho, ante cada acoso organizado de los vendedores ambulantes habíamos respondido con un cortés “No, thank you o un Neee!!!, Namaste con juntada de manos a nivel del pecho e inclinación de cabeza. Esfuerzo vano, una hora después los vendedores seguían ofreciéndonos la cobra de plástico que salía de un canasto o las postales de sus dioses y diosas.Llegamos a la conclusión de que cualquier sonido medio articulado que emitiésemos, fuera el que fuese, establecía en los códigos hindúes una suerte de diálogo que, con insistencia, podía convertirse en un sí.En Agra sentimos lo que debió sentir el último sultán de Delhi ante el asedio implacable de los guerreros mongoles, quienes tras el triunfo formaron el más poderoso imperio de la India y gobernaron durante casi doscientos años. Cientos de motivados vendedores ambulantes y conductores de toda suerte de vehículos se nos echaron encima, inmovilizándonos por completo.Conseguimos escaparnos, sin previamente ponernos de acuerdo, gracias a una iluminación: India había logrado en menos de quince días que entráramos en el estado de delirio que viven muchos europeos ni bien ponen un pie en el aeropuerto. Germán, mi compañero, sacó sus gafas negras –estábamos en plena noche–, se las puso y fingió ser ciego, su lazarillo era mi sobrino, quien empezó a abrirse camino entre la muchedumbre con la cabeza gacha y mirando fijamente el suelo.Yo cerraba la marcha avanzando en trance profundo y echando baba por la boca. Todos se iban apartando asombrados o asustados. Por fin gozábamos de un poco de silencio. Pensé, “Latinoamérica 1, India 0”.El espíritu competitivo me venía de la película de la víspera: el capitán ‘traidor’ regresa a las canchas siete años después para entrenar a un equipo femenino aficionado de jockey. De victoria en victoria lo lleva hasta la Copa del Mundo. La escena final muestra al equipo hindú ganándole de manera apabullante al australiano.Esta táctica nos permitió visitar sin ser importunados el Taj Mahal –cualquier adjetivo resulta superfluo ante tanta belleza y majestuosidad– y Fatehpur Sikri, antigua ciudad imperial.La construcción del Taj Mahal duró catorce años. El emperador mongol Shah Jahan ordenó que se edificara este inmenso mausoleo cuando Mumtaz Mahal, su esposa y consejera durante 17 años, murió dando a luz a su decimocuarto hijo.Se considera esta obra el más bello ejemplo de arquitectura mongola, estilo que combina elementos de la arquitectura islámica, persa, india e incluso turca. Aunque el mausoleo con su cúpula de mármol blanco es la parte más conocida, el Taj Mahal está constituido por un conjunto de edificios integrados.<strong>Patrimonio de la humanidad</strong><br />Al día siguiente regresamos a Delhi, porque mi sobrino volvía a París. Nuestra segunda etapa del viaje nos llevó a Bombay (hoy Mumbai), inmensa metrópoli a orillas del mar de Omán. El centro colonial de esta ciudad es una verdadera joya de edificios neogóticos de la época victoriana.La terminal ferroviaria de Chhatrapati Shivaji (antigua Estación Victoria), recientemente inscrita en la lista del Patrimonio de la Humanidad, constituye un ejemplo excepcional del encuentro de dos culturas. Los arquitectos británicos trabajaron conjuntamente con los artesanos indios para incorporar las tradiciones y los estilos arquitectónicos autóctonos con el neogótico victoriano, creando así un nuevo estilo. Se calcula que por la estación circulan diariamente medio millón de personas.En avión llegamos a Aurangabad, solo dos horas de viaje, frente a las veinte que nos había tomado el recorrido en tren Delhi-Bombay. El renombre de esta ciudad se debe a que a 110 km y a 30 km, respectivamente, se encuentran las grutas esculpidas de Ajanta y Ellora, ambas Patrimonio de la Humanidad.El trayecto del aeropuerto hasta el hotel nos pareció excesivamente largo, pues el conductor nunca cesó de repetirnos que cuatro generaciones de su familia se habían consagrado al oficio de taxista. No contento, mientras manejaba, buscó en el cofre del carro un álbum de fotografías que acreditaba sus afirmaciones. Asimismo tuvimos que leer su “libro de oro”, un cuaderno donde turistas de nacionalidades diferentes lo recomendaban como el mejor conductor de todo Aurangabad.<strong>‘Cuarta generación’</strong><br />Tanto insistió que un poco mareados de la genealogía de tatarabuelos, bisabuelos y abuelos conductores, aceptamos. El precio fijado fue de 1.400 rupias.La genealogía recomenzó a la mañana siguiente. Los primeros 70 km del viaje hacia Ajanta estuvieron acompasados por la frase ‘cuarta generación’. Solo fueron 70 km porque en medio de la carretera detuvo el carro para renegociar el precio. Germán exclamó “Neeeeee!!!”, esta vez sin el Namaste, se bajó y se puso a esperar que pasara un taxi o cualquier otro transporte. Yo me quedé argumentando. Fuera de sí, terminó respondiéndome que lo mejor era llevarnos gratis. Convencí a Germán de que volviera al taxi, ya arreglaríamos la cuestión del dinero. En los siguientes 40 km, a la ‘cuarta generación’ se le sumó la frase ‘costo de la gasolina’.Una vez llegados a Ajanta le dimos 1.400 rupias y lo liberamos de la responsabilidad de regresarnos a Aurangabad.Algunas grutas de Ajanta datan del siglo II y I antes de Cristo, otras del siglo V de nuestra era. En una espléndida garganta en forma de media luna se disimulan 30 grutas, en cuyas paredes, pinturas y esculturas milagrosamente preservadas ofrecen la percepción más completa de las primeras tradiciones artísticas de la India budista.Recorrer las grutas nos tomó unas tres horas. Cuando salimos, una extraña sensación de paranoia nos recorrió: sentíamos que los ojos de todos los conductores se clavaban sobre nosotros y nos seguían. Avanzamos hasta un carrusel de la carretera donde se esperaban los buses. El sentimiento había sido real: en pocos minutos nos rodearon cientos de conductores, en medio de ellos surgió ‘cuarta generación’ gritando Sorry, madame, sorry, please, sorry, sorry, sorryyyy!!!Expectativa de la muchedumbre para saber si lo perdonábamos. Sinceramente, no sabía qué perdonarle, pero si lo hacía el riesgo de 110 km de ancestros del volante resultaba alto. Los lamentos continuaron, por favor, madame, devuélvame el honor, tengo que llevarlos de regreso, qué pensarán mis hijos si saben que lo perdieron todo en la cuarta generación.Decidimos alejarnos caminando en la dirección que debíamos detener el bus. ‘cuarta generación’ corrió en busca de su taxi y comenzó a perseguirnos. Por la ventanilla continuaba gritando sorry, sorry, madame, devuélvame el honor. Metros más adelante, descendió del carro y comenzó a mesarse los cabellos y a llorar. Me asusté. Afortunadamente, en ese momento pasó el tan esperado bus.<strong>Camino a la cremación</strong><br />Subimos apresuradamente, y los únicos puestos libres se encontraban en la parte posterior, ocupada en su mayoría por miembros de la Policía. Nuestros vecinos del puesto de adelante se voltearon y entablaron con nosotros una amable plática: de dónde veníamos, si nos gustaba India, si habíamos estado en las grutas. A la vez les pregunté si ellos también las habían visitado.Sonrieron y levantaron sus manos: iban esposados. A lo mejor se trataba de dos taxistas que renegociaban los precios fijados de antemano en medio de la carretera.Nuestro último vuelo nos dejó en la ciudad sagrada de Benarés (hoy Varanasi). Nos alojamos en un hotel a orillas del Ganges, refugio de escritores en busca de inspiración. Salimos a caminar y nuestros pasos, sin proponérnoslo, nos condujeron al lugar de las cremaciones. Camillas de bambú llegan sin cesar, cada una con un cuerpo envuelto en sudarios de colores. Los porteadores las bajan y las sumergen en el río. A continuación llevan el cuerpo a una explanada donde son colocados sobre haces de leña y rociados de queroseno.No lejos, las vacas y las cabras se comen las guirnaldas de flores anaranjadas que han resbalado del lecho mortuorio y no faltan los perros que se roban un hueso que se ha salvado de la incineración. La contemplación de estas piras es fascinante y al mismo tiempo sobrecogedora.A las cinco de la mañana tomamos una barca. A esa hora multitud de fieles bajan los peldaños de los ghats, escaleras monumentales de piedra que se hunden en las orillas, para darse un baño en las aguas sagradas.Otros se sumergen completamente durante largo rato y luego se enjabonan. Más allá otros se enjuagan la boca o escupen.Las mujeres, envueltas en saris empapados, ofrecen guirnaldas de flores al río. Los templos, los santuarios y los palacios que bordean el Ganges brillan al alba y se reflejan en las aguas. El espectáculo de Benarés con el sol naciente se graba imperecederamente en la memoria.De vuelta a Delhi para tomar el avión rumbo a París. Si me preguntaran sobre la espiritualidad de la India, diría que únicamente la encontré en Benarés, pero es una espiritualidad hecha de lo cotidiano. La muerte se vive sin llantos ni escenas desgarradoras. El final de esta vida no es más que el principio de la siguiente.