Escucho con frecuencia en estos días  cómo los analistas barajan los sinónimos de sensatez: prudencia, tino, tiento, madurez, discreción, moderación, reflexión, previsión. Todo cabe en esta palabra.

Y estoy de acuerdo con el empeño de los analistas.

Hay que exigir sensatez  en los nuevos parlamentarios. Prudencia. Que actúen con previsión cuando preparan el escenario y calculan las ventajas de colocarse en la oposición, incluso desde antes del inicio del nuevo gobierno.

¿En qué fundan sus cálculos si no en la construcción de sospechas que para las vieja política es sinónimo de estrategia?

Es cierto que no resulta fácil pedir madurez y prudencia, a fuerzas políticas que crecieron desmesuradamente  a golpe de audacias electorales. Es el caso de los partidos de Álvaro Noboa y Lucio Gutiérrez. Tampoco se puede exigir tiento y sensatez en fuerzas que buscan refundarse, buscando un lugar en los espacios que los partidos tradicionales van dejando, por ejemplo, en el caso de la conservadora Unión Democrática Cristiana.

Es comprensible que, legisladores que han llegado por primera vez al Congreso y sospechan, tal vez, que será la única, se nieguen a renunciar a ciertas funciones en beneficio de la Asamblea Constituyente.

Pero si bien es difícil pedir sensatez en esas condiciones, no es imposible.

Hay que insistir en exigirles prudencia y sensatez.

Escucho con frecuencia a los legisladores elegidos –algunos en virtud de la plancha– hablar de que ellos tienen tanta legitimidad como el presidente Rafael Correa, porque ellos –en conjunto, en manada–  tienen más votos que el mandatario elegido. Frente a esa reflexión, me pregunto, dónde está la cordura en equiparar dos funciones del Estado como si se tratara de una carrera de ensacados.

La propuesta política de Rafael Correa no negó el papel del Parlamento. La oposición de Alianza País a presentar listas para el Congreso respondió a la manipulación de los partidos tradicionales del sistema electoral.

Las cábalas sobre lo que hará el Congreso a partir de este viernes circulan con los peores augurios. Hablan de la formación de bloques que desde ya preparan el tinglado de la inestabilidad política, en los que se juntan los caprichos de un candidato perdedor; los arrestos de un líder audaz que revivió de las cenizas de abril; la frágil camaradería entre lo que queda del Partido Social Cristiano; y la tradición demócrata cristiana, hoy recompuesta, de actuar como bisagra desde la entraña de la componenda, “con bajo perfil”, de modo de no quemarse en la coyuntura.

¿Es posible pedir sensatez a esta amalgama de intereses disueltos en el miedo a perder espacios en la política?

Es difícil, pero no imposible.

No es imposible que lo que resta del socialcristianismo perciba, finalmente, que su eventual resurrección ya no pasa por las alianzas para continuar controlando fragmentos clave del Estado; que es necesario volver a algún origen de legitimidad y dejar de ser un protagonista de componendas.

No es imposible que la Unión Demócrata Cristiana perciba que, en la estructura de una oposición tan insensata,  su discurso de la racionalidad se devuelva sobre sí misma.

Es posible que Lucio Gutiérrez amanezca un día con otro juego, y con otro, para en la ambigüedad, reunir las aguas negras de muy diferentes orígenes.