Es insólito pero así es. Es el país que vivimos y que nos empeñamos, a veces inútilmente, por reconstruir.
El país que vive dos extremos: el de aquellos que se regodean en los resplandores del becerro de oro; y aquellos que esperan los milagros de la humilde imagen forrada de billetes en el rincón oscuro de un templo.
Para unos y otros, lo que ha de venir, vendrá de allá. De la milagrería originada de un más allá, mitad religiosidad popular, mitad fondomonetarismo.
Para unos, la gobernabilidad se mide con los indicadores macroeconómicos; hay gobernabilidad, dicen, cuando hay estabilidad económica, y hay estabilidad económica cuando hay buenos indicadores de riesgo país, aunque más de un millón de ecuatorianos fuguen por las fronteras aliviando los niveles de desempleo.
Para otros, la esperanza reside en el milagro de las dádivas.
“Yo quiero que todos se miren en mi piel, yo estoy para que todos se reflejen en mi piel y esperen los beneficios de este deslumbramiento, unos acumulando más, otros buscando en mí al que les lamerá las heridas”, exclama el becerro de oro.
Es insólito pero así es. Es el país en el que unos, globalizados a su manera, quieren cumplir a pie juntillas las recetas del FMI y el Banco Mundial, cuando en todas partes no se hace otra cosa que exigir que se reformen, dados sus sucesivos fracasos.
En el otro extremo, están quienes confían en la omnipotencia del becerro de oro y sus milagros.
Para unos el Estado es una empresa ineficiente que necesita un empresario a la cabeza que administre las políticas públicas con la verticalidad de una fábrica, y pase el tiempo buscando cómo favorecer inversiones extranjeras a cualquier precio. (¿Acaso no fue ese, el Estado como una empresa, el lema de un debate entre candidatos promovido por un gremio de empresarios que lo propusieron así, con ese lema, sin ambages, sin sonrojarse ante tan insólita idea?).
Para otros, el Estado es el cuerpo mismo del becerro de oro, del que han de brotar los beneficios, por pocos que sean.
Unos y otros, hemos perdido los linderos entre lo público y lo privado. Si existe la posibilidad, todavía, de revertir esa enorme ambigüedad, es lo que se juega en las elecciones presidenciales del domingo.
Cómo queremos entender la política: como un ejercicio que nos garantice la arbitrariedad de lo privado sobre lo público (el Estado manejado como un buen negocio al mismo tiempo que dadivoso y milagrero); o como la posibilidad del robustecimiento de un espacio cada vez más amplio de ciudadanos incluidos en la gestión del Estado.
La política como una forma de reducir la democracia a un episodio de caridad, o de ampliarla, incluyendo al mayor número de voces.
Si optamos por esta segunda posibilidad, si creemos que gobernabilidad no es estabilidad para hacer negocios, me parece que debemos esperar un tiempo intenso, difícil, de confrontaciones, de tensiones entre el orden que privatiza el Estado y la subversión que busca volver público al Estado.
Hablar de un cambio con orden es algo así como engañarse con el café descafeinado o la cerveza sin alcohol.