El primer riesgo que tiene que afrontar quien ha dejado de fumar es el de volverse sano. Con eso no quiero dejar de reconocer que el ex fumador respire con mayor libertad, aprecie mejor el sabor de los alimentos y ya no tosa. No. Lo que quiero decir es que el riesgo consiste en ir apartando todo aquello que –a su juicio– puede ser pernicioso para su salud, con el argumento de que si ya dejó el cigarrillo, que era lo más difícil, lo demás es lo de menos.

Por eso, como un relámpago, le surge al ex fumador la idea de sortear la tentación de la carne. Pero no de la carne tratada a la manera bíblica, sino de la carne tratada a la manera del camal. O sea como un buen lomo de res, morcillas, chuletas, costillas y esas cosas. Y entonces ahí aparece cierta palabra que engloba esos pecados carnales ¡colesterol!, cuya sola mención suena mortal, y le remite a infartos, diabetes y otros padecimientos de ese jaez.

En ese preciso instante aparece el riesgo de que el ex fumador empiece, casi imperceptiblemente, a volverse vegetariano y, con eso, a alimentarse de lechugas, brócoli, zuquini y demás productos altamente clorofílicos, sosos e insípidos, que terminan por modificar radicalmente su aspecto físico hasta que lo convierten, literalmente, en un viejo verde, con todos los peligros y la mala imagen que aquello acarrea.

Inmediatamente el ex fumador siente la tendencia a tornarse deportista, en la convicción de que, habiendo mejorado su estado físico, puede hacer las mismas cosas que hacía en su lejana juventud, pero ahora acompañado de sus hijos veinteañeros o sus nietos. Sin embargo, lo único que consigue es quedar en ridículo porque su manera de desplazarse (ya en la piscina, ya en las canchas de fútbol o de tenis, ya sobre una bicicleta) carece de la necesaria agilidad, lo cual hace que los otros se vean invadidos por el peor sentimiento que alguien pueda experimentar hacia un ser querido: la compasión.

Como si todo eso fuera poco, al ex fumador le asalta súbitamente un vicio mucho peor que el que abandonó: el de predicar en contra del cigarrillo e impedir que, en su delante, otros hagan lo que quieran, incluso fumar. Convertido en una suerte de pastor antitabáquico, de líder fundamentalista, de terrorista que predica la virtud, el ex fumador pasa a ser un contertulio del cual es necesario librarse a como dé lugar. Es este, quizás, el peor de todos los estados de quien, habiendo abandonado un vicio, va adquiriendo otros peores en su tránsito hacia su purificación pulmonar que, según él cree, lo convertirán en un espécimen juvenil, indoblegable y jovial, sin que se dé cuenta de que en realidad se ha transformado en un imbécil, con mucho más defectos que el único que tenía y que un día se atrevió a dejar atrás.

Y todo eso lo digo yo, aquí y ahora, con la solvencia que me da haberme despedido del tabaco por largos cuatro meses y, humillado y ofendido, haber tenido que regresar a él con el fútil, estúpido pretexto de recuperar mi antigua personalidad, que corría el riesgo de desvanecerse para siempre.

Ahora espero pacientemente la llegada del cáncer pulmonar o el enfisema, que es lo que la suerte nos depara a quienes un día dejamos de fumar para siempre y después de un tiempo plagado de incertidumbres, angustias y recelos, dimos de nuevo la primera pitada, que también dura para siempre.