Tiene todos los ingredientes para una novela de suspenso. Un notario de setenta y cuatro años dedicado a lucrativos y sospechosos negocios por más de una década muere de un infarto en un cuarto de hotel en brazos de su juvenil amante –que bien podría ser su nieta, a quien sedujo a los dieciséis años–, después de haber consumido whisky y cocaína. Lo misterioso del asunto es que todos en Machala aunque, aparentemente, no conocían el milagro de la multiplicación del dinero lo consideraban un hombre honesto, honrado y trabajador. Incluso en la foto del periódico se lo ve con esa expresión de seriedad circunspecta que tienen algunos maestros en su cátedra: serio bajo los cristales de sus lentes y respaldado por la majestad de un escritorio de un orden intachable. La sabiduría popular tiene un dicho: “caras vemos, corazones no sabemos”. A este hombre ejemplar le entregaban ilegalmente sus dineros no solo gente incauta, ignorante o ingenua, sino altos magistrados conocedores de la ley, políticos conocidos y reconocidos, banqueros y militares de alta y mediana jerarquía que se supone que son guardianes del orden y ejecutores de la ley. A este correcto caballero que tanta gente respetaba y que ocupó altos cargos como ser presidente de los notarios y de quien se decía “después de Dios, está el doctorcito Pepe”, la turba de clientes que un día besara agradecida su mano, profanó, golpeó y escarbó su cadáver en una de las imágenes más grotescas y escalofriantes.
De los 7.500 estafados, 6 mil eran militares, quizá por eso el enorme nerviosismo que despertó en el cuerpo militar la extraña muerte del notario Cabrera y que originó que ilegal y arbitrariamente, para los ecuatorianos que pagamos los aviones y las armas, usaran estos bienes públicos para, convertidos en delincuentes, robar y saquear las oficinas del notario prevalidos del poder y la fuerza que dan el uniforme y las armas.
En declaraciones a este Diario los hijos del notario revelaron desde Estados Unidos que no había “dinero para devolver, porque todo se lo llevaron las personas que saquearon la Notaría 2ª” y explicaron que si no se hubiese dado el saqueo, habrían continuado un tiempo más con esta actividad hasta dejar todo arreglado. ¿A quién creer? Todo esto deja un mal olor y una indescriptible desesperanza.
Todavía no conocemos cuáles eran los misteriosos y jugosos negocios que permitían que el notario Cabrera pagara tan altos intereses, de lo que sí estamos seguros es que no hay negocio lícito que produzca tal rentabilidad. Si a jueces, políticos, militares y altas autoridades conocedores y representantes de la ley no les importaba el origen de dichos dineros que podían rezumar sangre, violencia, contrabando, narcotráfico, lavado de dólares y todo lo que dé la imaginación, ¿con qué autoridad moral podrán exigirle luego cumplimiento al ciudadano corriente? Y lo más gracioso es que todavía hay avivatos que pretenden cobrarle al Estado –que somos nosotros–, los platos rotos de sus descomunales e ilegales ambiciones.
Este caso no solo ha demostrado una avidez y ambición sin límites que salta el muro de la cordura, sino sobre todo el grado de descomposición moral al que la sociedad ecuatoriana ha llegado, en el que hasta algunas de sus más conspicuas autoridades y representantes militares son indiferentes al origen misterioso y oscuro de sus ingresos con tal de que se reproduzcan como gusanos en un cadáver.