¿Cómo mirar al poder sin que nos asalte el deseo de apretarle el cuello? ¿Cómo desnudarlo y que sus carnes ulceradas queden al descubierto?
Son las interrogantes que se formula un periodismo que actúa desde los límites de ese mismo poder. Pero a pesar de todo, el poder sobrevive, permanece aunque marcado de pústulas y hay quienes no tienen empacho en exhibirlas. El periodismo no lo ha derrotado. Pero lo ha descrito. Y esa descripción revive cotidianamente la frontera entre el ciudadano y el poderoso.
En esa línea, encuentro un periodismo que ha recurrido a la ficción para subrayar las desmesuras de los poderosos. Y ese es, tal vez, el momento en el que Raúl Andrade es el escritor que tanto extrañamos, nacido hace cien años por estos mismos días, y que cubrió con sus crónicas buena parte del siglo pasado.
El estilo del esperpento le permitió a Raúl Andrade combatir al poder político desde la ficción.
La literatura latinoamericana acudió al esperpento para pintar al dictador.
Raúl Andrade lo hace a partir de la construcción del personaje acuñador de paranoias, solitario habitante de un palacio a horcajadas de lo doméstico y lo sagrado, atenazado por la melancolía de lo que se va de sus manos, lo que se desvanece en cada momento, porque esa es la sensación del poder atrapado entre la perpetuidad y la volatilidad. Intolerancia y caída, soledad y apoteosis, fidelidad y traición. Y como una especie de anónimo corifeo, de continuidad de la incertidumbre, ese rumor ciudadano que circula, que ambienta los golpes de Estado, el rumor de que algo va a ocurrir pero que nadie sabe con precisión “se extiende como una nata aceitosa y cunde la intranquilidad, se expande el desconcierto, el miedo cruza por las calles como un fantasma evadido de la zona secreta del terror”, dice Andrade.
Los poderosos alimentan desde los palacios las sospechas, las disputas silenciadas, porque con ellas aspiran a alimentar la majestad del poder, la lejanía del poder, la inviolabilidad del poder, el origen divino del poder. Solo el secreto les asegura la tensión ciudadana.
No se trata solo del retrato del mandatario lo que realiza Andrade, se trata del retrato de la sociedad la que el autor busca en el espacio de los mentideros, de los cafés saturados de expectativas y correos de brujas, de cantinas donde quedan derrotadas todas las ilusiones, de las calles donde los capitalinos viven la tensa calma de que “algo ocurre”, “algo pasa”, “algo se prepara”, “alguien conspira”.
Es un constante interrogarse sobre el cuerpo social.
Solamente que Andrade no reconstruye un cuerpo sino que labra incisiones en un cuerpo. Actúa como aquel que, con la punta de una pluma traza con la propia sangre los tatuajes que serán primero una incisión en el cuerpo real y más tarde una incisión en la memoria. Cada uno de sus textos periodísticos fueron, por tanto, apenas un tatuaje, pero simultáneamente, todo un tatuaje. Apenas y todo, dos condiciones que convierten su obra en un doloroso interrogatorio sobre el ser de un país marcado por las heridas políticas desde sus orígenes.