Polibio era el más honesto de los hombres, chapado a la antigua, seguidor de procesiones, misas dominicales. Cuando redactó su demanda de empleo para aquella compañía de seguridad, lo convocaron de inmediato. Con su metro ochenta, tenía las cualidades requeridas. Cultivaba virtudes desusadas como la cortesía, la gentileza, no concebía que los humanos fuesen diferentes, siendo hijos del mismo Dios. Se apasionó incluso por las creencias musulmanas, leyó sin pestañear los 114 capítulos que constituyen el Corán, fundamento, como decía, de toda una civilización. Su sueño de siempre había sido la docencia. Se imaginaba rodeado de criaturas a las que hubiese enseñado las leyes básicas de la convivencia. Aborrecía la violencia.
Cuando le explicaron las particularidades de su trabajo, escuchó con cierta tensión. No podía concebir el hecho de llevar armas de repetición que podían de una sola desembuchar nutridas salvas, cegar la vida de unos cuantos viandantes.
Polibio se hallaría cada día en un furgón blindado. Solo se bajaría al pie de los bancos. Agudizando los sentidos, montaría guardia, el dedo puesto sobre el gatillo. Escasos minutos se requerían para cargar en un compartimiento del vehículo uno o varios costales de billetes. Tres o cuatro compañeros lo acompañarían constantemente. Con el chaleco a prueba de balas más tieso que placa de madera, el armamento adecuado, se sentiría invulnerable, inexpugnable.
Después de unas semanas, el trabajo se convirtió en una rutina. La paga no era munífica pero alcanzaba para mantener a la familia. Nunca tuvo que disparar un tiro. Para él, su mujer, linda quiteña, sus cuatro hijas, eran los tesoros más grandes del mundo. Primero ellas, luego ellas.
Un día cualquiera de agosto, tuvo que realizar un viaje más largo. Se trataba en realidad de una misión sin historia. Llevarían el vehículo hasta la ciudad Capital para revisión y cambio de repuestos donde el concesionario autorizado. No tendrían que detenerse en ningún banco, tampoco trasladarían valores. El furgón andaría vacío. Por ello quizás, Polibio y sus compañeros estuvieron de pláceme.
Se detuvieron en el camino para comer un locro de cueros, unos quimbolitos.
Hasta transgredieron las reglas bebiendo una cerveza helada.
Después de Santo Domingo, observaron de pronto un auto negro de vidrios ahumados que los seguía a mediana distancia sin tener aparentemente la intención de adelantarse. A bordo iban cuatro individuos. Luego todo transcurrió a la velocidad del rayo. Crepitaron balas contra el blindaje. Polibio no se atrevió a disparar. Tuvo muy a su alcance a los cuatro asaltantes cuando el auto negro rebasó el furgón pero quedó como paralizado. “Tú no matarás” le susurró una voz interior. Al tratar de esquivar el furgón, un bus interprovincial que bajaba en aquel momento no pudo evitar el choque frontal con el pequeño carro oscuro. Ambos vehículos cayeron al abismo. No hubo sobreviviente.
Cuando volvió a Guayaquil, Polibio se enteró de que su esposa, sus cuatro hijas, eran pasajeras del autobús. Desde entonces, se pregunta si es válido el precepto que prohíbe matar sin considerar excepción. Recordó una frase que no le cabe en la cabeza: “A veces Dios escribe recto en renglones torcidos”.