Acabo de leer que la mujer de Beckham confesó que no ha leído un solo libro en toda su vida y que no tiene ningún empacho en reconocerlo. Si con ser la mujer de un “famoso” le alcanzó para tener lo que necesita y desea, ¿por qué diablos tendría que importarle que en su cerebro pequeñito no haya lugar sino para las patadas de su marido?

Algo similar le ocurre a alguna gente en nuestro medio. Mientras más poderosos sus vínculos, más importantes se consideran a sí mismos.

Y es que ven a los adulones cómo se inclinan ante sus amigos y parientes, cómo les lamen las suelas y el poto, cómo se agachan para que el patrón les pase con indolencia la mano por la cabeza, y sueñan con que a ellos también los traten así.

El otro día leí un remitido pagado. Un pobre diablo se arrastraba por el piso pidiéndole perdón a Miguel Orellana por haberse atrevido a pedirle cuentas en un asunto de negocios públicos.

Se arrastró por el piso y se humilló, denigrándose ante sus hijos; se acusó de lo habido y por haber; y trató por todos los medios de mostrarnos su perruno arrepentimiento ante su otrora enemigo, convertido ahora en su nuevo dios.

Me acordé del viejo Mao. Nunca le bastó con vencer a sus enemigos. Necesitaba exhibirlos luego y forzarlos luego a que se insulten a sí mismos ante las masas: “Soy un cerdo asqueroso”, “me he revolcado con los sucios capitalistas”, “he traicionado a una mente superior”. Le deleitaba escuchar frases así -transcritas literalmente- cuando la Policía secreta llevaba a sus rivales a juicio antes de condenarlos a muerte.

El comunicado que leí estos días era de la misma bajeza: soy de lo último, eres demasiado generoso al perdonarme, me arrastro ante ti, patéame si quieres, guau, guau.

Pero en la China de Mao existía una dictadura. Nadie podía cuestionar esos métodos a menos que estuviese dispuesto a soportar la cárcel. Y por supuesto algunos lo hicieron, aunque durante mucho tiempo fueron una insignificante minoría.

En cambio en el Ecuador vivimos en democracia. Aquí nadie estaría obligado a tolerar algo tan repugnante. La sociedad debería voltearle la cara no al que firmó esa carta (que andará escondido para no  mostrar su vergüenza) sino al Mao ecuatoriano que la provocó. Porque cuando un hombre o una mujer se ven obligados a rebajarse y a perder su condición humana, y la sociedad no reacciona, todos seguimos por el mismo sendero: nos contagiamos, nos degradamos.

Por eso me indigna el silencio con que fue recibido ese comunicado infame. Nadie dijo nada.
Pareciera que ya no nos preocupa que el país de nuestros hijos y nuestros nietos se descomponga. Estamos tan sumergidos en las heces, que su mal olor ha dejado de incomodarnos. Algunos lo disfrutan. Sobrevivir es lo único que interesa, y poco importa si a cambio debemos aguantar patadas en el trasero.

Se lo habremos aprendido a la mujer de Beckham, digo yo.