En vez de revelar que Pat Tillman había muerto trágicamente por error, el Ejército de Estados Unidos inventó un cuento falso de heroísmo para su familia y la nación.

Cuando aceptó la nominación republicana para presidente en 1968, Richard M. Nixon dijo:   “Empecemos por comprometernos con la verdad, verla como es, decirla como es; para encontrar la verdad, para hablar con la verdad y para vivir la verdad”.

Ahora nos hemos enterado, gracias a la revista Vanity Fair, que un ex oficial, W. Mark Felt, era la legendaria fuente confidencial conocida como Garganta Profunda. No puedo imaginar una mejor época para revivir la saga de Watergate.

El traumatismo de Watergate, que derribó a un presidente que daba la impresión de estar obligado patológicamente a engañar, llegó hacia el final de ese extendido ejercicio de desatino y engaño gubernamental: Vietnam. Tomados en conjunto estos dos desastres, los cuales sacudieron a la nación, proporcionaron un caso de estudio con respecto a cómo los ciudadanos deberían ver a su gobierno: con escepticismo extremo.

Confíen, señaló Ronald Reagan, pero verifiquen.

Ahora, con George W. Bush al mando, la nación está empantanada en otro trágico periodo de incompetencia, duplicidad, mala fe y claras mentiras que vienen de nuevo desde la misma cumbre del gobierno. Apenas el mes pasado tuvimos la revelación de un memorando británico, otrora secreto, que ofreció una confirmación ulterior de que la opinión pública de Estados Unidos y el mundo fueron alimentados con información espuria por parte del gobierno de Bush antes de los días  de la invasión de Iraq.

El presidente Bush, como sabemos, deseaba remover a Saddam Hussein a través de la acción militar. Con eso en mente, el memorando, en términos condenatorios, explicaba: “los datos de inteligencia y los hechos fueron adaptados a la estrategia”.

Ese es el tipo de engaño que estuvo en juego conforme hombres y mujeres estadounidenses se uniformaron y marcharon al combate bajo las órdenes del Presidente. Bush quería guerra y la consiguió. Muchos miles de personas han muerto a consecuencia de eso.

Incluso en Afganistán, donde Estados Unidos tenía legítimas razones para ir a la guerra, las mentiras han abundado. Pat Tillman, por ejemplo, era un popular jugador de la NFL (Liga Nacional de Fútbol norteamericano, por sus siglas en inglés) quien, en un estallido de patriotismo tras los atentados del 11 de septiembre, renunció a un contrato de 3,6 millones de dólares con los Cardenales de Arizona para unirse a los Rangers del Ejército. Primero lo enviaron a Iraq,  después a Afganistán, donde murió por los balazos  que le dieron integrantes de su propia unidad que lo confundieron con el enemigo.

En vez de revelar que Tillman había fallecido trágicamente por error, el Ejército de Estados Unidos inventó un cuento falso de heroísmo para su familia y la nación. Según datos del Ejército, Tillman  murió por el fuego enemigo mientras atacaba una colina. Los soldados que conocían la verdad recibieron órdenes para que mantuvieran silencio con respecto a la cuestión. A la familia de Tillman no le informaron cómo murió realmente, sino hasta después de un servicio fúnebre televisado en cadena nacional que los reclutadores consideraron como una bonanza de relaciones públicas.

Mary Tillman, la madre de Tillman, declaró al diario The Washington Post:  “Las Fuerzas Armadas lo defraudaron. El gobierno lo defraudó. Fue señal de falta de respeto. El hecho que fuera él mejor jugador en equipo y que viera cómo sus propios hombres lo mataban es absolutamente desconsolador y trágico. El hecho de que mintieran después, es repugnante”.

La lección de Watergate y de Vietnam es que los controles y contrapesos que crearon los padres fundadores en las instituciones de gobierno (y que Bush trata de destruir con toda su fuerza) son absolutamente cruciales si va a sobrevivir la democracia al estilo estadounidense, y que una prensa verdaderamente libre y sin restricciones (a la cual el gobierno de Bush trata, otra vez con todo su poder, de intimidar) es de tanta importancia ahora como siempre lo ha sido.

Ahí lo tienen en pocas palabras. Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon, ebrios de poder y sin suficientes restricciones, llevaron la nación a través de escalofriantes recorridos que fueron tan innecesarios como destructivos. Ahora, en los primeros años del siglo XXI, George W. Bush está haciendo lo mismo.

© The New York Times News Service.