Era una muchacha triste, muy triste. Cuando caminaba dejaba un halo de nostalgias a su alrededor. Tenía todo para ser feliz: una belleza inagotable, unos preciosos ojos oscuros que de tanto mirar se exprimían solos como largas lluvias contenidas, una boca dulce y roja como una cereza en conserva y un cuerpo escultural que ella no reconocía como suyo, sino como herencia de su madre ex reina de belleza y muerta de mal de parto. Al mediodía solía mirar por la ventana al río Guayas y sentir que era la mujer más desdichada del mundo. ¿Por qué –se preguntaban las tías– si ha nacido afortunada, si es bella, si los hombres mueren de deseos por ella, si es mimada, por qué, por qué?
Cuando la tristeza arreciaba, todas en la casa andaban de puntillas con el temor de que cualquier palabra, cualquier frase maldicha, cualquier bolero inoportuno saltara a los oídos de la joven y la hiciera estallar en sollozos. Su rostro cada día languidecía de tristeza, sus manos largas se crispaban a menudo por secretos pensamientos y el ahogo de sus emociones solía convulsionarla de tal manera que todas temían que de pronto se rompiera como un jarrón chino.
Mientras las tías bordaban esos finos abrigos que se exhibirían en los centros comerciales de moda, por el rabillo del ojo, la espiaban. Seguían puntada a puntada sus menores gestos, la forma como la palma de su mano derecha sostenía su afilado mentón mientras sus ojos volaban a una región inexplorada que debía de estar llena de laberintos y telarañas; las veces que se ponía de pie y comenzaba a repetir insistente sus pasos por el largo pasillo cuyo linolium estaba estropeado por su calzado; la forma como miraba el reloj sin esperar a nadie y cómo se apretaba el pecho como si quisiera agarrar por las greñas a un oculto vampiro que lo estuviera mordiendo. Un día no pudo más, preguntó por la muerte. La más sabia de las tías le explicó que era un hecho natural, algo que todos pasamos alguna vez en la vida y para tranquilizarla le dijo que era indolora. Al día siguiente preguntó por el amor. La más sentimental de las tías, la menor, suspirando le explicó que el amor era el sentimiento más hermoso y noble, y que ella tenía suerte porque el amor no le era esquivo. Por último, un viernes, preguntó por el sentido de la vida y todas las tías se miraron perplejas y se rascaron la cabeza como si de pronto una sarta de bichos hubiera acampado sobre sus cráneos. ¿Qué dices?, exclamó la tía mayor con los ojos desorbitados.
Para qué estoy aquí, quién soy, qué sentido tiene mi vida. Las tías no pudieron más. Ellas habían escuchado todo de esa sobrina casquivana y bonita que les había salido medio chiflada. Podían resistir sus inagotables sollozos, sus miradas vacías, las tediosas tardes en que se consumía sin apagar el fuego de sus tormentos. Pero era francamente abominable, realmente detestable, que ella, la mejor, la más bella, la que lo tenía todo, viniera a afrentarlas con esas preguntas, a ensañarse al fin de sus apacibles vidas de mujeres obedientes y abnegadas con ideas que siempre yacieron ocultas debajo de la alfombra, a hacerles memoria de la desmemoria, del vacío, la conciencia grosera del sinsentido y no pudiendo más, la mediana, la más ruda, le asestó rotunda una bofetada: eso no se pregunta muchacha malcriada o vas a despertar de la tumba a todas las generaciones de mujeres felices de esta familia.
Y una a una fue abandonando a la muchacha, quien se quedó más sola, pero menos triste…