No me voy a referir a las marchas tan de moda, aun cuando comparto el sueño de Emilio Palacio: ver a los guayaquileños unidos recorriendo las calles como hermanos, no antagonistas. Pienso más bien en el último trote que nos lleva a estrenar la claustrofobia de un nicho cualquiera, o a comer bajo tierra flores por las raíces. El verbo marchar se ha vuelto sinónimo de expirar, estirar la pata, dejar el pellejo, estar en capilla, dar las últimas boqueadas, quedar en la estacada, doblar la servilleta, liar el petate, pasar a mejor vida (¿quién puede afirmar que la próxima será mejor?). Si prefieren, podemos decir: despancijarse, despanzurrarse, tragar el acta de nacimiento, palpar la ropa, vidriarse los ojos, acabar con la candela, espichar, hincar el pico.

Un buen día los seres (cada vez resulta más difícil llamarlos humanos) decidieron organizar una marcha en contra del amor. Los motivos eran múltiples. Se dijo que amar era complicarse la vida, abandonar intereses propios, traer al mundo niños para que sufriesen las consecuencias. El primer paso fue un voto abrumador a favor del aborto. La mujer libérrima decidió hacer con su cuerpo lo que mejor le pareciera: tener una docena de mocosos o acabar con cada uno de ellos a medida que tuviesen la osadía de asomar por el útero. Jamás se tomó en cuenta el derecho que tenía cada feto de disponer también de su propia vida. Luego vino la supresión del matrimonio, lazo absurdo que ponía trabas a la libertad individual. Pero no era suficiente. Subsistía aquella costumbre nociva de empeñar el corazón, enamorarse, entregar las herramientas a destiempo, comerse el postre antes del plato fuerte. El acto sexual se volvió sospechoso; aparecieron recomendaciones como el llamado coitus interruptus aceptado por la Iglesia pero frustrante al máximo, la abstinencia pura y simple, el método del doctor Ogino, totalmente inseguro, el llamado condón capaz de dar a cualquier noche romántica un dejo de tecnicismo deprimente. Desde la Edad Media, se había consagrado el rito de quemar vivas a las madres solteras. El Antiguo Testamento preconizaba la lapidación en caso de adulterio, costumbre todavía vigente para ciertos pueblos del 2005.

Entonces se armó la marcha. Cada cual valía según lo que tenía. El egoísmo, la rapiña, el latrocinio, el engaño podían resultar mucho más provechosos que el tonto amor. Muñecos representando a Cupido fueron salvajemente despachurrados. Letreros mayúsculos rezaban: “Hagan la guerra y no el amor”. John Lennon se había equivocado al imaginar un mundo sin fronteras. “Todos contra todos” rezaba otro rótulo. La civilización llegó a un consumismo salvaje. Navidad, vendida a un muñeco barbón clonado a millones de ejemplares, dejó de ser símbolo de renacimiento para convertirse en la fecha mayor del despilfarro, el triunfo de la desigualdad. El amor se esfumó poquito a poquito como se apaga una vela. Quedaron los ilusos. Recordaron a Marcel Proust: “En las personas que amamos, hay, inmanente en ellas, cierto sueño que no siempre sabemos discernir pero que siempre perseguimos”. Una civilización iba muriendo. Cuando la Tierra se estremece por todas partes, algo intenta decirnos, mas no sabemos escuchar.