2005 es el año del Quijote. Cumple 400 años la publicación de la primera parte de la más célebre novela española de todos los tiempos y la cuna cervantina se lanza a la hazaña de sostener un texto literario como emblema de hispanidad.

¿Cómo puede darse tal cosa en tiempos de reducida lectura?

El fenómeno puede ocurrir cuando los contenidos de un libro trascienden más allá del hecho del divertimento para el cual nació. La literatura es el terreno de lo dulce y lo útil, decía el poeta latino Horacio, por tanto, su intención primordial es producir placer y entretención. Pero esas ficciones creadas al calor de una imaginación poderosa tienen el poder de representar toda la gama de la más variopinta humanidad y allí radica su riqueza. Cervantes creó unos emblemas donde cabemos todos y tal vez, de manera preferente, lo más noble y alto del ser humano, si pensamos en la acción del venerable caballero enloquecido.

España celebrará con creces el auspicioso aniversario, tal vez en exceso. Ya nos advertía Javier Marías en un artículo publicado en estas mismas páginas, que hay programación desbocada hasta el desvarío (una comunidad anuncia 2.005 actividades culturales para coincidir con el año clave), y tiene razón en temer los resultados de saturación y cansancio en el público. Porque si a los amantes del Quijote nos deslumbra la idea de congresos dedicados a analizar la mejor metodología para trabajar la novela en las aulas, exposiciones sobre los trajes que se usaban en el siglo del autor, mesas redondas que analizarán el más de un centenar de personajes femeninos que con suprema inteligencia incluyó don Miguel en su amplio libro, el ciudadano común puede mirar con escepticismo esos derroches.

Pero el meollo de la iniciativa no radica en celebrar, en multiplicar el nombre de una novela durante cuatro siglos y el mundo entero sostenga que es inmortal. Creo que cualquier esfuerzo apunta hacia la compresión de un personaje que supo encarnar la inconformidad con tiempos corruptos y desiguales, donde campeó el privilegio de unos pocos, parasitarios del poder, por encima de las necesidades del noble y sencillo pueblo. Exactamente como en nuestros días. Lo bueno es que Don Quijote orientó su descontento hacia la acción entregada y justiciera: hombre de letras, valoró por encima de ellas el signo de la espada, como símbolo de empresa, de búsqueda y resolución. La dupla Don Quijote y Sancho se creó para quedarse entre nosotros lidiando con nuestros demonios interiores, pero más que nada, enfrentando el mal social, lacra de todos los tiempos.

Por eso creo que un 2005 dedicado a beber de la enorme fuente de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha puede ser un año con nuevas luces. En sus páginas hay material para todas las circunstancias, más que nada para asumirnos como sujetos con obligaciones públicas, así como para aceptar una dimensión de ideal y de pensamiento. Sé que también nuestro mundo cultural y educativo pondrá la proa hacia el Quijote y eso está muy bien, pero ojalá que sea para conseguir frutos que vayan más allá de la lectura y la erudición. Porque la literatura no es un adorno, no nos da, simplemente, tema de conversación: si no subvierte la realidad y no nos transforma como seres humanos, sirve egoístamente.