A medida que el baño de sangre y las ambigüedades morales de Vietnam se fueron desvaneciendo de la memoria, muchos empezaron a creer en los reconfortantes clichés de películas de acción, en los cuales el héroe de hablar rudo siempre es un virtuoso.

Casi un año atrás, en el segundo aniversario de los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos, pronostiqué “una fea y amarga campaña, probablemente la más desagradable de la historia moderna de Estados Unidos”.

Las razones que ofrecí en ese entonces se siguen aplicando. El presidente George W. Bush no tiene logros positivos sobre los cuales pueda postularse. Incluso así, su círculo interno no puede darse el lujo de verlo perder: si lo hace, el velo de secretos será levantado, y la opinión pública se enterará de la verdad con respecto a los datos de inteligencia manipulados, el lucro excesivo, la politización de la seguridad territorial y más.

Sin embargo, los ataques recientes en contra de John Kerry (el candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos) han superado incluso mis expectativas. No existe ningún misterio con respecto a las razones. Kerry no solo es un demócrata que pudiera ganar: la historia de su vida desafía los esfuerzos de Bush con miras a confundir las poses de tipo duro con el heroísmo, la verborrea con el patriotismo.

Una de las maravillas de la historia reciente de la política norteamericana ha sido la capacidad de Bush y sus partidarios para envolver su partidismo en la bandera. A través de insinuaciones y ataques directos por parte de intermediarios, hombres que evitaron asiduamente el servicio en Vietnam, como Dick Cheney (cinco demoras o postergaciones del servicio militar obligatorio), John Ashcroft (siete postergaciones) y George Bush (un cómodo lugar en la Guardia Nacional, y un misterioso vacío en sus registros), han puesto en duda en patriotismo de hombres que arriesgaron sus vidas y sufrieron por su país: John McCain, Max Cleland y ahora, John Kerry.

¿Cómo es que ellos han logrado salirse con la suya? La respuesta es que nosotros hemos estado viviendo en lo que Roger Ebert llama “una era de patriotismo al estilo de Rambo”. A medida que el baño de sangre y las ambigüedades morales de Vietnam se fueron desvaneciendo de la memoria, muchos empezaron a creer en los reconfortantes clichés de películas de acción, en los cuales el héroe de hablar rudo siempre es un virtuoso y los personajes del tipo aprehensivo que ven las complejidades y exhortan al héroe a pensar antes de actuar siempre están equivocados, si no es que son villanos.

Tras los atentados del 11 de septiembre, Bush tenía una opción: podía lidiar con las amenazas reales o podía jugar a Rambo. Optó por Rambo. Para él no era la difícil y frustrante tarea de localizar a escurridizos terroristas, o el nada glamoroso trabajo de proteger puertos y plantas químicas de posibles ataques: él deseaba un dramático enfrentamiento a tiros con el tipo malo. Y si usted se preguntó por qué los norteamericanos íbamos en pos de este malo en particular, el cual no había atacado a Estados Unidos y no estaba construyendo armas nucleares –o si usted advirtió que las guerras reales involucran costos que nunca se ven en las películas–, entonces usted estaba actuando de manera antipatriótica.

Como una estrategia política en escala interna, las poses exageradas de Bush funcionaron de manera brillante. Como una estrategia en contra del terrorismo, le ha dado una ventaja justo a la red Al-Qaeda. Treinta años después de Vietnam, los soldados norteamericanos están muriendo de nuevo en una guerra que se vendió bajo falsas apariencias y crea más enemigos de los que mata.

No debería ser ninguna sorpresa, entonces, que Bush –quien debe defender lo indefendible– haya recurrido a las personas que se siguen negando a enfrentar la verdad con respecto a Vietnam.

Toda la evidencia creíble, desde registros militares hasta los testimonios de quienes sirvieron con Kerry, confirma su heroísmo en tiempos de guerra. ¿Por qué, entonces, están dispuestos algunos veteranos a unirse a la campaña del desprestigio? Porque están furiosos con respecto a sus declaraciones más recientes en contra de la guerra. Sin embargo, el solo hecho de haber vertido esas declaraciones es un acto heroico, y lo que dijo entonces suena más cierto que nunca.

El joven John Kerry habló de líderes que enviaron a otros a sus muertes porque ellos querían dar la impresión de que eran duros, después “abandonaron a todas las bajas y se retiraron detrás de un piadoso escudo de rectitud pública”. Quince meses después de que George W. Bush se paseara enfundado en su traje de vuelo, cada vez más norteamericanos se están haciendo eco del general Anthony Zinni, quien recibió una ovación abrumadora de un público compuesto por infantes de Marina y oficiales de la Naval cuando habló acerca de la debacle en Iraq y dijo de quienes habían servido en Vietnam: “Nosotros escuchamos la basura y las mentiras, y nosotros vimos el sacrificio. Yo les pregunto, ¿está ocurriendo eso de nuevo?”.

Asimismo, Kerry habló del costo moral de una guerra mal concebida, de las atrocidades que los soldados descubren que están cometiendo cuando no pueden distinguir a un amigo de un enemigo. Dos palabras: Abu Ghraib.

Esperemos que esta campaña de basura y mentiras, la más reciente –financiada inicialmente por un republicano de Texas que tiene vínculos estrechos con Karl Rove, y con la transmisión de un anuncio que presentaba a un veterano de guerra “independiente” que, resulta, sirvió en un comité de campaña de Bush– conduzca hacia una repercusión negativa para Bush. De no ser así, el mensaje que estaremos enviando a los norteamericanos que sirven a su país será el siguiente: Si dices la verdad, tu valor y sacrificio no cuentan para nada.

© The New York Times News Service.